Informaciones Psiquiátricas - Tercer trimestre 2005. Número 181

Enfoque cristiano: "Cuidados Paliativos. Doctrina Católica"

José Román Flecha
Catedrático de Moral Fundamental de la Universidad Pontificia de Salamanca.
Asesor de la Provincia.

Recepción: 06-06-05 / Aceptación: 19-09-05

 

PREÁMBULO

En otras ocasiones hemos estudiado el cambio que la conciencia humana ha experimentado frente a la realidad de la muerte y el morir. Queremos ahora recordar la doctrina del Magisterio de la Iglesia sobre los cuidados que se han de prestar a la persona en la fase final de su vida.

Este ensayo que aquí ofrecemos se articula en tres partes que consideramos suficientemente diferenciadas para ofrecer un panorama de conjunto:

  • En primer lugar presentamos una breve introducción sobre el fundamento de la doctrina católica.
  • A continuación, intentaremos recoger algunos de los documentos recientes de la doctrina de la Iglesia. Estos documentos provienen, naturalmente, de los testigos más cualificados del magisterio, como es el Papa, el Concilio Vaticano II, la Congregación para la Doctrina de la Fe y algunos obispos.
  • En un tercer momento intentaremos esbozar una síntesis de la doctrina recogida. En este caso subrayaremos las motivaciones que observamos en la doctrina del magisterio, así como las constantes que recorren los diversos documentos y algunos otros temas secundarios que encuentran una notable resonancia en las manifestaciones oficiales.

De esta forma, y con la ayuda de las referencias pertinentes, creemos ofrecer un panorama suficiente de la doctrina de la Iglesia sobre la atención a los pacientes especialmente indicados para la aplicación de los cuidados paliativos.

 

ANOTACIONES

INTRODUCCIÓN

Naturalmente, no ha sido la Iglesia católica la única en preocuparse por reflexionar sobre esta problemática de la eutanasia. Sería interesante realizar un estudio sobre las posturas de las diferentes religiones ante esta problemática. Aquí nos limitamos al ámbito de la Iglesia Católica. No sin antes preguntarnos qué papel tiene el magisterio en la orientación de la reflexión teológica, y cuáles son las razones que subyacen a la doctrina oficial de la Iglesia católica sobre la vida y sobre la muerte.

Fundamento de la doctrina católica

Como vamos a ver, la Iglesia católica ha condenado y condena claramente todo tipo de eutanasia positiva directa. Se ha podido decir con razón que su postura se basa ante todo en el precepto del Decálogo que ordena la sustentación y estima de la vida de los hombres: «No matarás»1.

«“Non occides” (No matarás: Ex 20, 13) es el mandamiento divino que sanciona la intransibilidad natural de todo ser humano. Dios ha brindado a la humanidad la creación pero nadie ha sido erigido en “amo” de la humanidad, porque todo ser ha de permanecer libre para relacionarse con Dios, ya que todo ser humano es sagrado, es decir, está reservado a Dios, pues lleva su imagen y a Él tiene que orientar su vida»2.

El respeto a la vida se funda en el misterio único e irrepetible de cada ser humano, en su dignidad no homologable con la dignidad de las cosas.

El respeto a la vida humana se apoya, además, en el postulado de la fraternidad, que nunca es reducible a relaciones de esclavitud, de explotación o de clientelismo. Ningún hombre puede ser sacrificado para que otro hombre se alce sobre su sacrificio. Es el esfuerzo por dignificar la vida, y no la conjura para sembrar la muerte, lo que hermana a los hombres.

Y, finalmente, el respeto a la vida humana se fundamenta, para la doctrina de la Iglesia, en la aceptación del hombre como imagen de su Dios y Creador. Toda persona tiene el derecho de ser ayudada a vivir para que pueda seguir manteniendo esta necesaria relación a su Dios; para que pueda ser en el mundo la imagen visible del Dios invisible.

Calidad de vida

Este respeto a la vida, sin embargo, no puede ser entendido como un tabú. El reconocimiento de la santidad de la vida no lleva a una adoración y absolutización de la misma vida. Ese ser en relación que es el hombre sacrifica a veces su vida para salvaguardar la autenticidad de su triple relación: para vivir ante las cosas su señorío; para vivir la fraternidad ante los hombres; para vivir ante Dios como su imagen y su hijo.

Por otra parte, el respeto a la vida es entendido por la Iglesia dentro del marco del principio de la totalidad. Ese principio «afirma que la parte existe para el todo y que por consiguiente el bien de la parte permanece subordinado al bien del todo; que el todo resulta determinante para la parte y puede disponer de ella según su interés general», según recordaba el Papa Pío XII3.

De ahí que el principio de la santidad de la vida pueda, sin contradicción, desembocar en el principio de la cualidad de la vida4. La condena unánime de la eutanasia positiva directa puede llevar lógicamente a la ayuda prestada al moribundo. E incluso, a la decisión de no alargar la lenta agonía de la persona que irreversiblemente camina hacia la muerte.

La decisión de «no matar» y la decisión de «dejar morir» pueden a veces equipararse en el plano jurídico5, pero pueden encontrarse a infinita distancia en el plano ético.

 

ANÁLISIS DE LOS DOCUMENTOS DE LA IGLESIA

Entre los documentos de la Iglesia, no todos gozan del mismo valor doctrinal. Hay una diferencia entre una «definición de fe» y las normas orientadoras publicadas por una Congregación vaticana. Aún en el mismo magisterio pontificio, es distinto el grado de compromiso doctrinal cuando se trata de una encíclica o cuando el Papa está haciendo una catequesis o pronunciando un discurso de circunstancias.

Nos limitaremos aquí a recoger algunos documentos recientes sobre la asistencia a los enfermos terminales.

En consecuencia, orientaremos nuestra atención a los documentos de los papas, a las afirmaciones del Concilio Vaticano II, a la declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe y a las notas de algunos obispos.

Intervenciones de Pío XII

El magisterio de Pío XII es muy amplio y detallado sobre las cuestiones que implican una relación entre la moral y la medicina. Esta atención pontificia estaba justificada por la noticia de los experimentos sobre seres humanos llevados a cabo por los regímenes totalitarios y también por los desafíos que la biología y la medicina comenzaban a plantear a la reflexión moral.

  1. El día 29 de octubre de 1951, en un célebre discurso dirigido a las comadronas el Papa Pío XII exponía un amplio elenco de cuestiones relativas a la fecundidad y al comienzo de la vida. Por lo que a nuestro tema corresponde, quisiéramos tocar simplemente tres puntos a los que el Papa dedicó una cierta importancia:
  • Aun refiriéndose de modo inmediato a las cuestiones relativas al comienzo de la vida, el Papa afirma que, puesto que la vida tiene su origen inmediato de Dios, «no hay ningún hombre, ninguna autoridad humana, ninguna ciencia, ninguna indicación médica, eugenésica, social, económica, moral, que pueda exhibir o dar un título jurídico válido para una deliberada disposición directa sobre la vida humana inocente; es decir, una disposición que tienda a su destrucción, bien sea como fin, bien como medio para otro fin que acaso de por sí no sea en modo alguno ilícito»6.
  • Si el principio señalado parece tener su aplicación obvia en el caso del aborto, y así lo demuestran los ejemplos aducidos en el contexto, el Papa amplía a continuación su horizonte, condenando la «destrucción directa de la llamada vida sin valor, nacida o todavía sin nacer, practicada en gran número hace pocos años»7.
  • Tras estas afirmaciones era ya fácil vislumbrar una consecuencia que, por otra parte, el Papa se apresura en explicitar: «La vida de un inocente es intangible y cualquier atentado o agresión directa contra ella es la violación de una de las leyes fundamentales, sin las que no es posible una segura convivencia humana».
  1. Más importante es un discurso dirigido a los enfermeros y enfermeras de Roma, el 21 de mayo de 1952. En él se refirió Pío XII a las virtudes que han de informar su profesión. Aludiendo a la verdad y la sinceridad, sugiere que «retardar con reticencias la preparación del enfermo para el gran paso hacia la eternidad podría convertirse en grave culpa»8. El problema de la santidad de la vida se abre aquí al problema de la majestad de la muerte asumida y preparada con auténtica dignidad humana.
  2. El día 14 de septiembre del mismo año 1952 el Papa pronunció una alocución sobre los límites de la investigación científica. En él trató de determinar cuidadosamente los límites entre los pretendidos derechos de la sociedad sobre el cuerpo y sobre la vida de las personas físicas, explicando correctamente el principio ético de la totalidad9. Tras esta preocupación se vislumbra, como en otras muchas ocasiones, la sombra de los experimentos llevados a cabo en los campos de concentración.
  3. La misma preocupación, en efecto, se descubre en su discurso a los participantes en el VIII Congreso de la Asociación Médica Mundial, el día 30 de septiembre de 1954. Refiriéndose a los problemas suscitados por el ansia —y la necesidad— de la experimentación sobre el hombre, rechaza una cierta presentación del principio de totalidad que vería al hombre y su finalidad individual como subordinado a su finalidad social. En este contexto, el Papa enuncia un principio universal, al que nos hemos referido más arriba: «El hombre no es sino el usufructuario, no el poseedor independiente y el propietario de su cuerpo, de su vida y de todo cuanto el Creador le ha dado para que lo use, y esto, en conformidad con los fines de la naturaleza»10.

    Un poco más adelante se refiere a la necesidad de un derecho médico, puesto que la sociedad necesita normas determinadas y firmemente delimitadas. Pero afirma que el derecho médico ha de apoyarse sobre la moral médica. El bien y el mal no dependen de las leyes o de la legalización de un determinado procedimiento, sino del ser de las cosas: «El derecho médico en su contenido debe ser expresión de la moral médica, por lo menos en cuanto no contenga nada opuesto a la moral».

  4. En el mensaje enviado al VII Congreso Internacional de Médicos Católicos, el 11 de septiembre de 1956, Pío XII dedicó, una vez más, su atención a los problemas que vinculan la medicina con la moral, y especialmente al derecho a la vida, a la integridad del cuerpo y de la vida, el derecho a los cuidados que son necesarios al hombre, el derecho a ser protegido contra los peligros que le amenazan: derecho que el hombre recibe inmediatamente de su Creador, no de los hombres, ni de la sociedad, ni de las autoridades políticas.
  • Aludiendo explícitamente a los casos en que se pedirá al médico, por motivos médicamente comprensibles, proceder a la eutanasia, éste se encuentra ante la obligación de respetar la moral médica. Y esta obligación no entraña ningún daño para el interés de la ciencia ni para el del paciente ni para la comunidad o para el bonum commune.
  • Es cierto, sin embargo, que en cuestiones tan importantes como las relativas a la vida y a la paz, las obligaciones puramente morales son demasiado vagas y se prestan a interpretaciones demasiado diversas como para garantizar por sí mismas el orden de la sociedad. De ahí la necesidad de proveer a una legislación y establecer un derecho médico.
  • Sin embargo, una vez más, el Papa percibe la colisión entre el derecho y la moral en el caso concreto de las situaciones eutanásicas:

    «El derecho médico no puede, pues, consentir jamás que el médico o el paciente practiquen la eutanasia directa, y el médico jamás puede practicarla ni en sí mismo ni en los demás. Esto vale también para la supresión directa del feto y para los actos médicos que contradicen a la ley de Dios claramente manifestada. En todo esto el derecho médico no tiene ninguna autoridad, ni el médico está obligado a obedecerlo. Por el contrario, no debe tenerlo en cuenta, le está prohibida toda asistencia formal, mientras que la asistencia material cae bajo las normas generales de la cooperatio materialis. El derecho médico, que no tiene en cuenta la moral o se opone a ésta, entraña en sí mismo una contradicción. En los demás casos, es preciso evitar cualquier oposición entre derecho y moral11...»

  1. De entre los discursos e intervenciones de Pío XII sobre esta materia, quizá ninguno resulta tan interesante como el dirigido, el 24 de febrero de 1957, al IX Congreso Nacional de la Sociedad Italiana de Anestesiología, en el que responde a tres preguntas que le habían sido dirigidas sobre las implicaciones religiosas y morales de la analgesia en relación con la ley natural y con la doctrina cristiana:

    1ª ¿Hay obligación moral general de rechazar la analgesia y aceptar el dolor físico por espíritu de fe?

    2ª La privación de la conciencia y del uso de las facultades superiores, provocada por los narcóticos, ¿es compatible con el espíritu del Evangelio?

    3ª ¿Es lícito el empleo de narcóticos, si hay para ello una indicación clínica, en los moribundos o enfermos en peligro de muerte? ¿Pueden ser utilizados, aunque la atenuación del dolor lleve consigo un probable acortamiento de la vida?

    Respecto a la primera pregunta, el Papa afirmó que el cristiano no tiene nunca obligación de aceptar el dolor por el dolor. No se puede considerar el problema desde la perspectiva de la obligación, sino des-de la invitación a la perfección. En ese contexto, se percibe la licitud moral de las prácticas de la anestesiología.

    Respecto a la segunda pregunta, pueden aplicarse los principios de la totalidad y del respeto a la persona. La narcosis permite, en efecto, mantener el equilibrio psíquico y orgánico de la persona. Este efecto bueno, ha de ser cuidadosamente liberado de abusos marginales, fácilmente imaginables, que eventualmente atentarán contra la dignidad o la privacidad de la persona.

    La tercera pregunta es la más interesante para nuestro tema y también la tercera respuesta que es, obviamente, la más cuidadosamente matizada.

  • Los hombres no deberían pedir por propia iniciativa la supresión del conocimiento para afrontar la muerte, a menos que haya para ello serios motivos. De esa forma se privarían de la ocasión de afrontar de una forma plenamente humana ese momento crucial de su vida. El mismo criterio habría que aplicar al médico al que se pide la supresión de la conciencia.
  • Tampoco es lícito suprimir el conocimiento cuando al enfermo se le incapacitaría para cumplir deberes morales graves que le quedasen aún por realizar.

«Pero si el moribundo ha cumplido todos sus deberes y recibido los últimos sacramentos, si las indicaciones médicas claras sugieren la anestesia, si en la fijación de las dosis no se pasa de la cantidad permitida, si se mide cuidadosamente su intensidad y duración y el enfermo está conforme, entonces ya no hay nada que a ello se oponga: la anestesia es moralmente lícita»12.

Pero la tercera pregunta añadía, además, la cuestión de si debería renunciarse a los narcóticos en el caso de que su acción pudiese acortar la duración de la vida del enfermo. A este interrogante el Papa respondía de esta manera:

«Desde luego, toda forma de eutanasia directa, o sea, la administración de narcóticos con el fin de provocar o acelerar la muerte, es ilícita, porque entonces se pretende disponer directamente de la vida (...).

En la hipótesis a que os referís, se trata únicamente de evitar al paciente dolores insoportables: por ejemplo, en casos de cáncer inoperable o de enfermedades incurables. Si entre la narcosis y el acortamiento de la vida no existe nexo alguno causal directo, puesto por la voluntad de los interesados o por la naturaleza de las cosas (como sería el caso, si la supresión del dolor no se pudiese obtener sino mediante el acortamiento de la vida), y si, por el contrario, la administración de narcóticos produjese por sí misma dos efectos distintos, por una parte el alivio de los dolores y por otra la abreviación de la vida, entonces es lícita; aún habría que ver si entre esos dos efectos existe una proporción razonable y si las ventajas del uno compensan los inconvenientes del otro13...»

El principio que orienta la repulsa de la eutanasia directa es también aquí el hecho de que la persona no es dueña y propietaria de su cuerpo y de su existencia, sino únicamente usufructuaria.

Por otra parte, el Papa invita a preguntarse si el estado actual de la ciencia no permite obtener el mismo resultado de aliviar los dolores empleando otros medios, al tiempo que exhorta a no traspasar, en el uso del narcótico, los límites de lo prácticamente necesario.

  1. El día 24 de noviembre del mismo año 1957, Pío XII pudo abordar el importante tema de la reanimación, respondiendo igualmente a tres cuestiones que le habían sido sometidas por el Dr. Bruno Haid, Jefe de la Sección de Anestesia de la Clínica Quirúrgica Universitaria de Innsbruck. Las preguntas se formulaban en estos términos:

    1ª ¿Se tiene el derecho o hasta la obligación de utilizar los aparatos modernos de respiración artificial en todos los casos, aún en aquellos que, a juicio del médico, se consideran como completamente desesperados?

    A esta pregunta el Papa contesta que en los casos ordinarios el anestesiólogo tiene el derecho de utilizar los aparatos de respiración artificial, pero no está obligado a ello, a menos que sea el único medio de satisfacer a otro deber moral médico. La técnica de reanimación, en efecto, no contiene en sí nada de inmoral. El paciente puede utilizarla y permitir su utilización. Pero, por otra parte, este tratamiento sobrepasa los medios ordinarios a los que se está obligado a recurrir, por tanto no se puede sostener que sea obligatorio emplearlos.

    Una cuestión marginal, pero importante, se suscita cuando la familia se opone a la utilización de estos medios. A este problema, que posteriormente sería tan debatido, respondía así el Papa:

    «Los derechos y los deberes de la familia, en general, dependen de la voluntad, que se presume, del paciente inconsciente, si él es mayor y suiiuris. En cuanto al deber propio e independiente de la familia, no obliga habitualmente sino al empleo de los medios ordinarios. Por consiguiente, si parece que la tentativa de reanimación constituye en realidad para la familia una carga que en conciencia no se le puede imponer, puede ella lícitamente insistir para que el médico interrumpa sus tentativas, y éste último puede lícitamente acceder a ello. En este caso no hay disposición directa de la vida del paciente, ni eutanasia, que no sería nunca lícita; aún cuando lleve consigo el cese de la circulación sanguínea, la interrupción de las tentativas de reanimación no es nunca sino indirectamente causa de la paralización de la vida, y es preciso aplicar en este caso el principio del doble efecto y el del voluntarium in causa14.»

    2ª ¿Se tiene el derecho o la obligación de retirar el aparato respiratorio cuando, después de varios días, el estado de inconsciencia profunda no mejora, mientras que si se prescinde de él la circulación cesará en algunos minutos?

    El Papa consideraba que se debía contestar que, efectivamente, puede el médico retirar el aparato respiratorio antes de que se produzca la paralización definitiva de la circulación. La razón para esta respuesta se encontraría ya implícita en la respuesta a la primera pregunta.

    A esta cuestión venía unida otra pregunta marginal sobre la administración del sacramento de la «Extremaunción» antes o después de la retirada de los aparatos respiratorios, pero consideramos que esa cuestión no tiene tanto interés para nuestro estudio presente.

    3ª Cuando la circulación sanguínea y la vida de un paciente, profundamente inconsciente a causa de una parálisis central, no son mantenidas sino mediante la respiración artificial, sin que ninguna mejora se manifieste después de algunos días, ¿en qué momento considera la Iglesia católica al paciente como «muerto» o cuándo, según las leyes naturales, debe declarársele «muerto»?

    A esta doble cuestión (de facto y de iure) el Papa responde que en lo que se refiere a la comprobación del hecho en los casos particulares, la respuesta no se puede deducir de ningún principio religioso y moral, y, bajo este aspecto, no pertenece a la competencia de la Iglesia.

    De todas formas, consideraciones de orden general, dice, «permiten creer que la vida humana continúa mientras sus funciones vitales –a diferencia de la simple vida de los órganos– se manifiesten espontáneamente o aún mediante la ayuda de procedimientos artificiales15».

    La respuesta a estas tres cuestiones se fundamenta en el principio de que el hombre está encargado de cuidar de su vida —y la de sus semejantes—, tomando las medidas necesarias para conservar tanto la vida como la salud. Este deber, sin embargo no obliga habitualmente más que al empleo de medios ordinarios (según las circunstancias variables de personas, de lugares, de época o de cultura), es decir, a medios que no impongan ninguna carga extraordinaria para sí mismo o para los demás. Piensa el Papa que una obligación más severa sería excesiva para la mayor parte de los hombres y resultaría, paradójicamente, inhumana por hacer difícil el logro de bienes superiores más importantes.

  2. Por último, recordemos la alocución que, el día 9 de septiembre de 1958, Pío XII dirigía a la primera reunión del recién formado Colegio Internacional de Neurosicofarmacología.

    En esta ocasión, recordó su citada alocución del 24 de febrero de 1957, diciendo que «la eutanasia, es decir, la voluntad de provocar la muerte, está evidentemente condenada por la moral; pero si el moribundo consiente en ello, está permitido utili-zar con moderación narcóticos que dulcifiquen su sufrimiento, aunque también entrañen una muerte más rápida. En este caso, en efecto, la muerte no ha sido querida directamente. Ella es inevitable y motivos proporcionados autorizan medidas que acelerarán su llegada16».

    El Papa recuerda que el orden moral exige que se adopte una actitud de estima, consideración y respeto ante el otro. Interesa resaltar que:

    «hasta cuando está tan enfermo en su psiquismo, que aparezca esclavizado por el instinto y aún caído por debajo del nivel de la vida animal, continúa, sin embargo, siendo una persona creada por Dios y destinada a entrar un día en su inmediata posesión, siendo infinitamente superior, en consecuencia, al animal más próximo al hombre17».

    La dignidad de la persona es inviolable, aún cuando a veces ella misma otorgue su consentimiento para que se realicen experimentos, difícilmente justificables, sobre ella.

Concilio Vaticano II

A distancia de los años llama la atención la abundancia de textos que se pueden encontrar en las intervenciones de Pío XII, relativos a la dignidad de la vida humana, a los peligros de manipulación a que está sometida, a las intervenciones médicas que pueden defenderla o degradarla.

El Concilio Vaticano II, afirma que la medida y la clave del discernimiento del progreso humano es el respeto a la persona humana, «de forma que cada uno, sin excepción de nadie, debe considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente» (GS 27).

En este contexto inmediato el Concilio denuncia expresamente varias prácticas «infamantes» que «degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador» (n. 27).

Entre las prácticas denunciadas se cita todo cuanto atenta contra la vida, como «los homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado», además de las violaciones de la integridad de la persona y otras condiciones infrahumanas de vida que ofenden a la dignidad de la persona humana, además de las condiciones laborales degradantes (n. 27).

A falta de otra clarificación, creemos, que el uso ejemplificador de la palabra «eutanasia», en este contexto, debe entenderse según la definición tantas veces utilizada por el Papa Pío XII. Se referiría, por tanto, el Concilio a la eutanasia activa, o positiva y directa.

Doctrina pontificia posterior

Pablo VI

El Papa Pablo VI manifestó su pensamiento sobre este tema en la carta que, por medio del Cardenal Villot hizo enviar, el día 3 de octubre de 1970, al Congreso de la Federación Internacional de las Asociaciones Médicas Católicas, celebrado en Washington del día 11 al 14 de octubre. Mientras por una parte condena el ejercicio de la eutanasia como un acto de homicidio y el consentimiento en su administración como un acto de suicidio, por otra parte considera como una tortura inútil el hecho de imponer la «reanimación vegetativa en la fase última de una enfermedad incurable18».

Juan Pablo II

Entre las muchas intervenciones de Juan Pablo II baste recordar aquí el discurso a algunas comadronas católicas19; el dirigido a la Asociación Italiana de Anestesiología (4.10.1984); otro dirigido a la Academia Pontificia de las ciencias (21.10.1985), así como el dirigido a los obispos de Canadá durante su visita «ad limina» (19.11.1993), del cual extractamos unos pensamientos significativos:

«Una actitud responsable con respecto a la vida excluye absolutamente que una persona pueda tener la intención explícita de provocar su propia muerte o la muerte de otra persona inocente, sea por acción sea por omisión (CEC 2276-79). Anular la distinción entre curar recurriendo a todos los medios ordinarios disponibles y matar, constituye una amenaza grave para la salud moral y espiritual de una nación, y expone a los más débiles y vulnerables a riesgos inaceptables. Es necesario recordar a los que solicitan la legalización del llamado derecho a una muerte digna, que ninguna autoridad puede recomendar o permitir legítimamente esa ofensa a la dignidad de la persona humana20.»

En 1995 Juan Pablo II ha publicado la encíclica Evangelium Vitae, que sigue, resume y articula los principios anteriormente expuestos. En ella se analizan las causas de la eutanasia (EV 64), se repite la definición que de la misma ofrecía el documento de 1980 y se la distingue de la decisión de renunciar al mal llamado «ensañamiento terapéutico», al tiempo que se aconseja explícitamente el recurso de los cuidados paliativos (EV 65).

Pero, como había hecho a propósito del aborto, la encíclica añade un texto de una solemnidad desacostumbrada:

«De acuerdo con el Magisterio de mis predecesores y en comunión con los Obispos de la Iglesia Católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el magisterio ordinario y universal. Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio» (EV 65).

Declaración «Iura et bona»

Acabamos de aludir a este documento capital. El día 5 de mayo de 1980 la Congregación para la Doctrina de la Fe publicaba una declaración sobre la eutanasia, firmada por el Cardenal Franjo Seper y aprobada, obviamente, por el Papa Juan Pablo II.

La declaración comienza con una larga introducción en la que se trata de vincular este documento con la defensa de los derechos y valores de la persona humana, tan importantes en la problemática contemporánea y en los documentos del Concilio Vaticano II.

Aunque la declaración se dirige a los creyentes espera encontrar el consenso de los hombres de buena voluntad, que, por encima de diferencias ideológicas, tengan conciencia de los derechos de la persona humana.

La primera parte de la declaración considera la vida humana como fundamento de todos los bienes, como fuente y condición de toda actividad humana. Los creyentes ven en ella un don del amor de Dios, que son llamados a conservar y hacer fructificar. De ahí que nadie pueda atentar contra la vida de un inocente sin oponerse al amor de Dios hacia él. De ahí que todo hombre tenga que conformar su vida con el designio de Dios. De ahí que la muerte voluntaria, o sea el suicidio, sea tan inaceptable como el homicidio y constituya un rechazo de la soberanía de Dios y de su designio de amor, además de un rechazo del amor hacia sí mismo y una renuncia frente a los deberes de justicia y caridad hacia el prójimo.

La segunda parte aborda directamente el tema de la eutanasia, a la que define como «la intervención de la medicina encaminada a atenuar los dolores de la enfermedad y de la agonía, a veces incluso con el riesgo de suprimir prematuramente la vida». Reconociendo que se usa también la palabra para designar la «muerte por piedad», la declaración la entiende como «una acción o una omisión que por su naturaleza, o en la intención, causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor». La eutanasia se sitúa por tanto en el nivel de las intenciones o de los métodos usados. Y tras establecer la definición, la declaración ofrece el principio fundamental:

«Nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano enfermo incurable o agonizante. Nadie, además, puede pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad, ni puede consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo. Se trata, en efecto, de una violación de la ley divina, de una ofensa a la dignidad de la persona humana, de un crimen contra la vida, de un atentado contra la humanidad21.»

Es cierto que hay casos en que el dolor u otras razones pueden llevar a pedir la muerte. Hay que tener en cuenta que el error de juicio de la conciencia, posiblemente turbada, no modifica la naturaleza del acto homicida y que esa súplica más que una petición de muerte es con frecuencia la demanda de afecto de una persona que se siente sola.

La tercera parte de la declaración se titula «El cristiano ante el sufrimiento y el uso de los analgésicos». Ninguna muerte es igual a otra. Una muerte, precedida de un largo camino de madurez, o de soledad, puede ser asumida de un modo más humano que una muerte en la plenitud de la vida. Por otra parte, el dolor humano, especialmente el de esos momentos terminales, asume unas características peculiares de redención de lo humano. De todas formas, en muchos casos será lícito y aconsejable ayudar al paciente a base de calmantes para que soporte su dolor. La declaración recuerda aquí los principios formulados por Pío XII, que hemos expuesto más arriba.

La cuarta parte de la declaración lleva por título «El uso proporcionado de los medios terapéuticos». Es sin duda la parte más novedosa y matizada del documento, a causa del temor generalizado de un abuso por parte de los medios de reanimación sobre el enfermo irrecuperable.

Tras afirmar que tomar decisiones corresponde a la conciencia del enfermo o de las personas cualificadas para hablar en su nombre, o incluso a los médicos, a la luz de las obligaciones morales, el documento se pregunta si se deberá recurrir en todas las circunstancias a toda clase de remedios posibles. El planteamiento es significativo:

«Hasta ahora los moralistas respondían que no se está obligado nunca al uso de los medios “extraordinarios”. Hoy, en cambio, tal respuesta, siempre válida en principio, puede parecer tal vez menos clara tanto por la imprecisión del término como por los rápidos progresos de la terapia. Debido a esto, algunos prefieren hablar de medios “proporcionados” y “desproporcionados”. En cada caso, se podrán valorar bien los medios poniendo en comparación del tipo de terapia, el grado de dificultad y el riesgo que comporta, los gastos necesarios y las posibilidades de aplicación con el resultado que se puede esperar de todo ello, teniendo en cuenta las condiciones del enfermo y sus fuerzas físicas y morales22.»

También resulta interesante la enunciación de algunas conclusiones que se enumeran a continuación a modo de ejemplo:

  • A falta de otros remedios y con el consentimiento del enfermo, es lícito recurrir a medios avanzados, aún en fase experimental y no exentos de todo riesgo, para bien de la humanidad.
  • Es lícito interrumpir la aplicación de tales medios cuando los resultados defrauden las esperanzas puestas en ellos, contando siempre con el parecer del paciente, su familia y médicos verdaderamente competentes.
  • Es siempre lícito contentarse con los medios normales que la medicina puede ofrecer. No se pueden imponer medios experimentales o demasiado costosos. Su rechazo no equivale a suicidio, sino a un acto de humildad y a veces de caridad hacia la familia o la colectividad.
  • Ante la inminencia de una muerte inevitable, es lícito renunciar a unos tratamientos que únicamente prolongarían una existencia precaria, sin interrumpir las curas normales debidas al enfermo en casos similares.

En la conclusión de la declaración se afirma que estas normas están inspiradas por un profundo deseo de servir al hombre según el designio del Creador. Si la vida del hombre es un don de Dios exige también una aceptación digna y responsable. Que los que asisten al moribundo se acuerden de prestarle sus cuidados, pero también el servicio de su bondad y caridad.

El Magisterio Episcopal

Vamos a presentar a continuación algunas intervenciones episcopales que nos parecen más importantes y significativas para ofrecer una perspectiva del magisterio episcopal sobre la debatida cuestión de la muerte, la reanimación, la eutanasia. Se trata, además, de las declaraciones más difundidas y más accesibles a los lectores de todo el mundo.

1. La Conferencia Episcopal de Inglaterra y del País de Gales publicó el 31 de diciembre de 1970 una interesante declaración colectiva, que había sido precedida por una consulta dirigida a los fieles católicos sobre los problemas que debería esclarecer la futura declaración. De hecho el documento estudió las relaciones entre la ley civil y la moral, las relaciones entre las razas, la justicia social en la industria y en el país, la violencia ciudadana y la violencia en la guerra, el aborto, la «buena muerte», los deberes respecto a la verdad y la responsabilidad, el matrimonio y la moral sexual y los deberes de la conciencia.

Por lo que se refiere a la «buena muerte» se subraya el papel de los cristianos a la hora de ayudar a sus semejantes en sus últimos instantes con toda clase de atenciones materiales, morales y espirituales. Tras apuntar a esta tarea positiva, se perfila un peligro que hay que evitar:

«El papel de los cristianos no consiste en poner fin a la vida ajena. Un proyecto de ley para legalizar la eutanasia no ha podido obtener el acuerdo del Parlamento. Pero no dejarán de hacerse otras tentativas, que podrán llegar a término. También aquí, el cristiano debe firmemente tomar postura. La eutanasia es un término que suena bien. En realidad significa que se mata a algún otro. Independientemente del hecho de que nadie tiene el derecho de hacerlo es claro que de ahí se seguirían consecuencias terribles. Se afirma siempre que nada se haría sin el consentimiento de la persona implicada. Pero, con toda probabilidad, una vez admitido el principio, se vería ejercerse una severa presión para que se pusiera fin a la vida “inútil” de los ancianos o de los incurables, para dejar disponibles las camas de los hospitales y acoger a los que tengan más necesidad23.»

El documento alega que hoy día no resulta verdadera la razón «misericordiosa» de librar a los moribundos de su larga agonía de sufrimientos. El recurso a los calmantes está permitido, aunque su empleo pudiera acelerar, de forma indirecta, la llegada de la muerte.

Por otra parte, y aludiendo a las situaciones distanásicas, el documento afirma que «atender a un moribundo no significa conservar a una persona en vida gracias a medios extraordinarios, cuando ya no existe esperanza de curación. Es necesario tomar todas las medidas razonables para sostener la vida. Pero llega un momento en el que resulta más caritativo permitir a la naturaleza que actúe».

El hombre es, según el documento, el único ser que sabe que debe morir. Y su grandeza consiste en afrontar la muerte con valor. En cuanto cristiano, la afronta también desde la confianza y desde la esperanza.

2. Los obispos de Inglaterra y del País de Gales publicaron otra nota sobre la eutanasia, que debería ser leída en las iglesias el domingo 8 de diciembre de 1974. Por entonces, el problema estaba siendo debatido en la opinión pública, en la perspectiva de un eventual cambio de la legislación sobre este punto.

La nota admitía que nunca se nos puede exigir el prolongar indefinidamente una vida que se encuentra claramente cercana a su fin. Recordando una doctrina ya tradicional a partir de Pío XII, afirman los obispos que está permitido usar los recursos de la medicina para disminuir el sufrimiento, aunque el tratamiento pudiera acelerar el inevitable proceso de la muerte.

«Sin embargo –dicen–, esta ayuda positiva y afectuosa aportada a los moribundos es completamente diferente de la supresión directa y deliberada de su propia vida o la de otro. Esta forma de matar (llamada a veces eutanasia o muerte por piedad) es un asesinato. Está prohibida tanto por la ley de Dios como por la ley de nuestro país. Es a Dios, que da la vida, a quien corresponde disponer de la vida inocente. Si ignoramos al autor de la vida, tendremos menos respeto hacia la vida, en general. Además, la práctica de la eutanasia podría muy fácilmente llevar a eliminar a las personas ancianas o disminuidas, susceptibles de ser arbitrariamente consideradas como una carga para la comunidad24.»

La nota concluye exhortando a resistir contra el mal de la eutanasia y a dar un testimonio positivo de respeto a la vida, traducido en la generosidad, la compasión, el afecto y la ayuda prestada a los moribundos.

3. La Conferencia Episcopal de Alemania Federal publicó el día 15 de junio de 1975 una declaración sobre la vida y la eutanasia que merecería ser citada en su integridad. La ocasión fue un amplio debate sobre la modificación del art. 218 del Código penal y de una campaña pública en favor de la eutanasia.

El documento episcopal subraya que, precisamente en ese país, se ha puesto mucho cuidado en la presentación del problema, de forma que pueda verse como diverso de los programas criminales de aniquilación de «vidas inútiles» realizados por el nacional-socialismo.

Ante esta cuestión tan importante, los obispos comienzan afirmando que la muerte es la última gran tarea de la vida que debe cumplir

el hombre. De ahí la necesidad de ayudarle a enfrentarse con ella, aún por medio de calmantes, pero sobre todo por medio de una ayuda espiritual que le permita en esos momentos tomar conciencia del origen y el destino de la vida.

En una alusión a las situaciones distanásicas, el documento dice que «el derecho a una muerte digna de un ser humano puede significar que no se recurre forzosamente a todos los medios médicos, cuando, gracias a ellos, no se hace más que retrasar artificialmente la muerte».

Refiriéndose a los llamados medios extraordinarios, y en concreto a los aparatos cardio-pulmonares, los obispos aportan una sugerencia interesante. Si hay esperanza de recobrar la salud, hay que recurrir a todos los medios de ese tipo y «es deber de un Estado social el velar porque esos aparatos, aunque sean costosos, y los medicamentos necesarios estén a disposición de todos los que los necesiten». Ahora bien, cuando queda excluida toda esperanza de recuperación, y el uso de los medios técnicos no hace más que prolongar una agonía dolorosa, no habría nada que objetar a la decisión de una familia que eventualmente decidiera no recurrir a intervenciones o remedios extraordinarios. «En una decisión semejante quedan respetados tanto el carácter mortal del hombre como el plazo fijado a su vida por Dios».

Ahora bien, si debemos hacerlo todo para que el hombre tenga una muerte digna de un ser humano, «tenemos que rechazar la eutanasia, como medio deliberado para poner prematuramente fin a la vida humana, porque ya no se trata aquí de una ayuda ofrecida al moribundo, sino de dar muerte a un hombre».

A continuación, el documento se enfrenta con algunas de las objeciones que se suelen esgrimir en este tema: que el hombre tiene derecho a que se le ayude a abreviar su agonía; que se trata del derecho del enfermo a su propia vida y a disponer de ella; que solamente existe una diferencia de grado entre la omisión de los medios médicos extraordinarios y la utilización de una inyección destinada a proporcionar la muerte. «Entre dejar morir y dar la muerte exis-te una diferencia esencial, sea la que sea la dosis de calmantes que se emplee», afirma el documento episcopal.

Más allá de la respuesta a las objeciones, se recuerda el mandamiento «No matarás», que vale para todas las fases de la vida humana. «El concepto de eutanasia no puede cambiar la cuestión: cada vez que prematuramente se pone fin a la vida, se trata de una muerte que se da y se va en contra de las leyes de Dios y de la humanidad25.»

En un problema tan grave, conviene también tener en cuenta las consecuencias que se derivan de una legalización permisiva y una despenalización de la eutanasia. Los obispos observan que, habitualmente, la apertura de un resquicio en el respeto a la vida trae consigo una avalancha de actos inhumanos. Una actitud aparentemente «misericordiosa» ante la dolorosa situación de los enfermos se volvería trágicamente en contra de los mismos enfermos. Y, por último, la eutanasia pesaría de forma intolerable sobre la conciencia del médico y modificaría el tono de sus relaciones con el enfermo.

4. El obispo de Estrasburgo, Monseñor L. A. Elchinger, publicó el 14 de diciembre de 1975 una nota con el fin de iluminar las conciencias de los hombres de buena voluntad. En este caso, la declaración de un único obispo reviste una importancia especial, puesto que en Estrasburgo se encuentra la sede del Consejo de Europa. Precisamente ahí radica la ocasión inmediata para esta nota. El día 5 de diciembre, en efecto, la Comisión Social del Consejo de Europa decidió presentar el mes siguiente a la Asamblea Parlamentaria unos proyectos sobre la regulación de la asistencia a los moribundos.

En su documento, el obispo de Estrasburgo comenzaba fijando los límites de su intervención. No quería tocar el tema de la separación entre la muerte clínica y la muerte legal. No hablaba del deber evidente de disminuir el sufrimiento del enfermo para prepararlo a una muerte menos difícil. Y admitía que el derecho a una muerte digna no implica el recurso a un «empecinamiento terapéutico» que no hace más que retrasar artificialmente la muerte.

«Mi intención –decía– es declarar que tenemos el deber grave de rechazar la eutanasia en cuanto que es un medio deliberado de poner prematuramente fin a la vida de alguien. En este caso, no se trata solamente de una ayuda para aliviar a un moribundo, Se trata de dar la muerte a un hombre. Esta situación se verifica cuando se pone fin a la vida de un enfermo calificado de incurable y que –mientras que estaba en plena posesión de sus facultades– había pedido que se recurriera a tal acción o que se le ayudase a recurrir a ella. Y se verifica también cuando, en presencia de una enfermedad incurable la familia formula una petición semejante26...»

Refiriéndose luego al ambiente sociológico en el que se plantea el problema, reconoce el obispo que estamos en una época en la que muchos ya no reconocen el valor de la vida y su carácter sagrado. Advierte contra el truco de camuflar la realidad utilizando expresiones equívocas: «los que abogan por la eutanasia auténtica esconden con frecuencia sus intenciones refiriéndose a casos particularmente conmovedores que, en realidad, no son verdaderos casos de eutanasia». Se refiere a las posibilidades, límites y excepciones de la ley, así como a su finalidad de guiar las costumbres cuando faltan otras motivaciones. Y rechaza el argumento de la decisión por mayoría, recordando que se puede intoxicar a la opinión pública orientando su inclinación.

Especialmente interesante nos parece la tercera parte de su declaración, donde Mons. Elchinger afirma que la eutanasia, «aún motivada por la misericordia, es la expresión de una concepción puramente terrestre de la vida». Si para el cristiano la eutanasia va contra el mensaje revelado por la Palabra de Dios, para todos los demás hombres deberían al menos valer los argumentos de las consecuencias que se seguirían: abusos que arrebatarían al individuo toda seguridad, justificaciones que se extenderían a otros casos desesperados, imposibilidad para tomar una decisión eutanásica (tanto por parte del enfermo mismo como por parte de su familia), y un previsible deterioro de las relaciones de confianza que deben existir entre el médico y sus pacientes.

Un obispo que tiene en su diócesis un antiguo campo de exterminio nazi pide patéticamente que se piense en la permanencia de la fragilidad humana. Los genocidios no pertenecen a la historia antigua.

Por todos estos motivos, la eutanasia, en el sentido de una provocación voluntaria de la muerte, debe ser considerada por todos los hombres como la puerta abierta al asesinato legal. Para los creyentes es, además, un desprecio de la soberanía de Dios, un rechazo de su sabiduría y de su amor27.»

5. El obispo de Patterson (New Jersey), Monseñor Lawrence Casey publicó una declaración, el 15 de abril de 1976, en la que aprueba la decisión tomada por el Tribunal Supremo del Estado de New Jersey a propósito del caso Karen Quinlan:

«Hay que felicitar al Tribunal por la sabiduría de que ha dado prueba en esta decisión. Ha aceptado la responsabilidad de colmar una laguna grave de la legislación: la de las prácticas médicas con relación a casos juzgados sin solución o privados de toda esperanza realista de curación. Al identificar la situación de Karen como un caso en el que no existe “alguna posibilidad realista de vuelta a una cierta apariencia de vida consciente”, el tribunal la distingue de una serie de otros casos en los que existe tal posibilidad. Al reconocer que el aparato destinado a sostener la vida de la muchacha no hace más que mantenerla en un estado vegetativo sin aportarle una cierta esperanza de curación, el tribunal ha colocado este aparato en la categoría de los medios extraordinarios para prolongar la vida. Tal clarificación y distinción ofrecerán un servicio a las familias y al personal médico que se enfrentan con situaciones semejantes a las de Karen, sin extender la aplicación del juicio a los casos en que existe la posibilidad de una vuelta a la salud y a la vida consciente y en que el aparato destinado a sostener la vida cumple una función positiva28.»

6. El Consejo Permanente del Episcopado Francés, publicó el 16 de junio de 1976, una nota sobre la eutanasia que resulta admirable por la precisión de sus conceptos, por el profundo y dialogante respeto a las opiniones de los no creyentes y por su sincero tono pastoral.

En la primera parte del documento estudian el tema de la opinión pública y la eutanasia. Subrayan los obispos que algunos, por una curiosa inversión de la ética del respeto a la vida, reclaman el derecho a una «muerte dulce», es decir la posibilidad de escoger el momento de morir.

La segunda parte «Nadie podría dar muerte a un moribundo» comienza afirmando que «la eutanasia, entendida en el sentido de provocar directamente, para abreviar el sufrimiento o la agonía, un proceso de muerte distinto al que está en curso, no puede en caso alguno ser considerada como una ayuda aportada al moribundo: puesto que comporta la intención deliberada de dar muerte, constituye un acto radicalmente opuesto al respeto a la vida».

La tercera parte del documento lleva por título: «Permitir a cada uno vivir su vida y su muerte». Empieza afirmando que «el deber de la sociedad de hacer vivir a todos y cada uno sin excepción no se extingue con el acercamiento a los últimos momentos».

Invita después a progresar todavía en el terreno de la investigación médica, a desarrollar la medicina preventiva y a poner el mismo entusiasmo en luchar contra la desnutrición. Invita a la técnica terapéutica a respetar no «la vida» sin más, sino a la persona humana, toda entera, con lo que es y según su dignidad. E invita a todos a vivir la fraternidad humana con el pobre por excelencia: con el hermano que se nos va29.

 

SÍNTESIS DEL MAGISTERIO DE LA IGLESIA

La lectura de estos documentos de la Iglesia nos sugiere las siguientes conclusiones: la cuestión de la responsabilidad humana ante la muerte es hoy más urgente que nunca, implica a muchas personas, ha de ser cuidadosamente delimitada, replantea las relaciones de la moral con la legislación y el derecho.

Gravedad del problema de la eutanasia

En la doctrina de la Iglesia el problema de la eutanasia surge a raíz de las prácticas llevadas a cabo en los campos de concentración del nacional-socialismo con fines de experimentación científica o con fines de simple y doloroso exterminio.

Pero a partir de la segunda guerra mundial, el problema se plantea ante los avances de la medicina, especialmente de las preocupaciones surgidas en el campo de la anestesiología y ante el progreso de los medios artificiales de reanimación del paciente en estado terminal.

El mismo origen de esta problemática llevó a la Iglesia, y en especial a Pío XII, a la condena explícita de la eutanasia voluntaria y a una matización cuidadosa por lo que se refiere a la obligación de seguir manteniendo en vida a un enfermo sobre el que ya no caben esperanzas de recuperación.

En estas circunstancias era obvio que se insistiera, por una parte, en el principio de la totalidad, intentando diferenciarlo de una justificación de la asunción de lo individual en el ámbito de lo comunitario y «totalitario». Por otra parte, también era normal que se insistiera en el principio del «voluntario en causa» para permitir la utilización de narcóticos que podrían acelerar la llegada de la muerte, así como del principio de los medios «ordinarios y extraordinarios» para no exigir la utilización de todos los avances de la medicina que podrían convertir la agonía en un largo e inútil calvario.

Durante la última década, la gravedad del problema ha venido de la mano de los intentos de legalización de la eutanasia o de la despenalización de su práctica. En este caso, los documentos de la Iglesia se han visto obligados a distinguir cuidadosamente el campo de lo jurídico del campo de lo moral. Han apelado a los derechos fundamentales de la persona humana. Han reconocido la extrema gravedad de la manipulación de la opinión de las masas en este tema como en tantos otros.

Además, el creciente desarrollo de la socialización en todas las comunidades políticas ha llevado a la Iglesia a replantearse el principio de los medios ordinarios y extraordinarios. Esos términos cambian diariamente de contenido a medida que avanzan la medicina y la tecnología y a medida que el Estado coordina los gastos e ingresos económicos de la previsión sanitaria. Parece que no se debe hablar hoy de medios ordinarios o extraordinarios, sino de medios proporcionados o no al fin que se espera conseguir.

Los últimos progresos técnicos, especialmente la cuestión de los trasplantes de órganos, han descubierto a la Iglesia, como a la sociedad en general, la necesidad de redefinir la muerte y matizar los conceptos de muerte clínica y muerte legal.

Pero, sobre todo, el ambiente materialista y consumista en que hoy se vive, ha planteado a la Iglesia el enorme desafío de repensar y anunciar el sentido de la vida y el sentido de la muerte. Los hombres corren el riesgo de valorar la vida solamente por los placeres que ofrece o por lo que produce. Pero la vida es una peripecia que no se reduce a sus logros. Pues la muerte puede coincidir con el fin de la productividad30.

Personas implicadas en la eutanasia

Los documentos de la Iglesia que hemos ido examinando fijan su atención alternativamente en el enfermo mismo, en su familia, en el médico y el personal de enfermería y, por último en las autoridades políticas.

1. En cuanto al enfermo se le ve como sujeto de derechos y necesitado de atenciones físicas, médicas, morales y religiosas. Desde una perspectiva puramente humana, los documentos del magisterio subrayan la dignidad única de la persona humana y su irreductibilidad a un número o a un caso clínico más. Y desde la perspectiva de la fe, el enfermo es presentado como un depositario del don sagrado de la vida, como un administrador responsable y fiel. Todavía en este terreno, las razones teológicas del respeto a la vida parecen centrarse en el señorío de Dios sobre su creación, así como en el precepto bíblico: «No matarás», o en el tema de la imagen de Dios que el hombre reproduce. Pero también se centran las razones teológicas en el misterio de Cristo y en su dimensión pascual: en la aceptación del misterio de la muerte y la apertura al misterio de la resurrección.

De una u otra forma, desde la humanidad o desde la fe, se reconoce al enfermo y a su inviolable conciencia responsable el derecho de decidir sobre los medios que han de ser utilizados o no en su tratamiento, siempre que la decisión evite la tentación del suicidio, que es presentado como un atentado al proyecto de Dios, al amor hacia sí mismo y a la responsabilidad hacia la comunidad.

Se reconoce y se valora, también, el sacrificio de ir hacia la muerte, sin acudir a los medios «extraordinarios», por ahorrar a su familia gastos inútiles en un proceso costoso irreversible. Se reconoce y se valora su disponibilidad para someterse voluntariamente, cuando todos los remedios han sido utilizados, a tratamientos experimentales que pueden beneficiar a la humanidad. Y se reconoce su absoluta soledad y su necesidad de afecto y cercanía en el momento más humano de su vida que es, paradójicamente, el de su muerte.

2. En cuanto a su familia, los documentos de la Iglesia reconocen la dificultad de que sean ellos quienes decidan sobre la vida del enfermo. Ven a la familia como el sujeto de múltiples atenciones afectivas que es necesario prestar al moribundo, pero también como el objeto de la decisión del enfermo de renunciar a los gastos inútiles, siempre que se haya perdido la esperanza de la recuperación.

3. En cuanto al médico, los documentos de la Iglesia perciben, en primer lugar, su esfuerzo en mantener una vida que se extingue. Le conceden y reconocen el derecho a intervenir, incluso con calmantes arriesgados, en el proceso del desenlace final del paciente. Pero le reconocen también el derecho a interrumpir una terapia que no hace sino alargar el lento proceso de una agonía irreversible.

Sin embargo, se percibe la ambigüedad de la experimentación que hoy día se lleva a cabo a costa del paciente y ponen en guardia sobre semejantes abusos, al tiempo que condenan cualquier decisión de dar la muerte, de forma directa, al moribundo.

Por otra parte, los documentos de la Iglesia perciben también la presión que se puede a veces ejercer sobre los médicos y reivindican para ellos una libertad de decisión, siempre acorde con la decisión del enfermo, basada en sus conocimientos y experiencia. Y reivindican también para ellos el derecho a la objeción de conciencia en los casos en que la legislación no coincida con las exigencias morales por las que los médicos se rigen.

Perciben, por último, los documentos de la Iglesia, el contrasentido que supondría convertir al médico de ministro de la vida en ministro de la muerte, así como el otro peligro de dañar las necesarias relaciones de confianza entre el enfermo y su médico.

4. En cuanto a las autoridades políticas se subraya su deber de atender a las necesidades de los hombres y a la vida de los hombres.

Se tiene cuenta en la mayor socialización de nuestro mundo que lleva consigo un planteamiento diferente de la cuestión de los medios ordinarios o extraordinarios: todos los ciudadanos, en efecto, tienen derecho a los mismos medios.

Pero los documentos de la Iglesia condenan también la tentación de imponer normas de muerte, aún apoyándose en una mayoría real o manipulada.

Delimitación de conceptos

En todos los documentos de la Iglesia que hemos ido examinando se percibe la intención casi obsesiva de delimitar los términos que están en juego en el problema. Esta intención está a veces implícita, cuando se ofrecen varias definiciones de los conceptos empleados. Pero otras veces se alude explícitamente al peligro de utilizar «palabras que suenan bien» para encubrir proyectos abiertamente eutanásicos.

En los documentos no encontramos las palabras distanasia o anti-distanasia, pero el concepto se halla presente siempre que se habla de la continuación de un tratamiento sin esperanza de éxito, o de la supresión de los medios artificiales de reanimación.

Es importante subrayar cómo la citada declaración de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe ha modificado el lenguaje tradicional. En lugar de hablar de medios «ordinarios» o «extraordinarios» prefiere utilizar los términos de medios «proporcionados» y «desproporcionados». La nueva terminología invita a sopesar todas las circunstancias que permitan esperar una recuperación del enfermo. Los medios «extraordinarios» lo serían, en efecto, en relación a la situación concreta del enfermo y a la «esperabilidad» de vida más que a las circunstancias más fiscalistas de coste de los medios, distancia a que se encuentran y otras semejantes.

Relaciones entre el derecho y la moral

Ya en los documentos de Pío XII se percibe el interés por un derecho médico, necesario para que los médicos puedan actuar con una cierta seguridad ante la sociedad. Pero ya entonces se subraya que la moral médica no puede reducirse a un eventual derecho médico, a menos que se pretenda caer en un puro legalismo ético. La moral ha de fundarse en el ser de las cosas.

Respecto al problema concreto del médico ante la muerte, se ve la necesidad de que sea definido el mismo concepto legal de la muerte31.

Se condena cualquier ley que pudiera permitir el empleo de los medios médicos para dar la muerte directamente al moribundo o para iniciar otro proceso de enfermedad que lleve a la muerte.

Y se aboga, en cambio, por una legislación que regule las situaciones anti-distanásicas, despenalizando eventualmente la decisión de interrumpir el tratamiento «desproporcionado» que, ante un proceso irreversible, no hace otra cosa que retrasar el momento del fallecimiento, con sufrimiento para el enfermo.

Advierten, finalmente, los documentos, contra el efecto deseducador de una ley permisiva de la eutanasia y contra las consecuencias desastrosas que se seguirían, tanto para el campo de la moral como para el mismo terreno de las leyes. Éstas tienen, en efecto una misión orientadora hacia la meta de la humanización, es decir, reveladora de los verdaderos valores éticos que realizan una vida auténticamente humana.

La cuestión de la distanasia

Con esta expresión se denomina la interrupción de la aplicación de los medios «extraordinarios» de reanimación que, sin esperanza de recuperación y de vida consciente, siguen manteniendo al paciente en estado de vida vegetativa. Tras la introducción del término distanasia para referirse a la aplicación de «aparatos auxiliares», la eutanasia negativa se conoce también con la expresión de anti-distanasia.

En este caso nos encontramos en una situación muy distinta a la anterior y totalmente diferente del caso de la eutanasia positiva directa. Aquí no se trata de practicar una acción objetivamente inmoral, aún disculpable a veces por un estado subjetivo, ni de realizar un acto de malos efectos previstos aunque no queridos, sino que se trata de una omisión, cuya moralidad dependerá de la intención de la persona que realiza dicha omisión.

De hecho los malentendidos más graves en torno al problema de la eutanasia se centran sobre la cuestión de la suspensión del tratamiento que se ha revelado inútil, así como en torno al problema de la reanimación.

Es hoy conocido el caso de enfermos graves e incurables que, personalmente o por medio de sus familiares más cercanos, piden la suspensión del tratamiento médico, por resultar ya inútil y capaz solamente de prolongar una supervivencia apenas soportable. El problema es frecuente y largamente debatido.

Se trata de un enfermo considerado por la medicina en la fase terminal de su enfermedad y ya absolutamente irreparable. A pesar de las dosis de calmantes, el enfermo continúa sufriendo intensamente y prefiere ser dejado para morir en paz, al percibir que la asistencia médica sólo sirve para prolongar de modo forzado su existencia. Naturalmente, tiene que estar claro que las prestaciones médicas, en opinión de los médicos, son ya de carácter extra-terapéutico, es decir, ya no son curativas ni capaces de hacer retroceder la enfermedad.

En casos semejantes, la doctrina moral no tiene dificultad en advertir un cierto «derecho del enfermo» a hacer suspender el tratamiento médico inútil. En la moral tradicional se hablaba de la licitud de renunciar a los cuidados extraordinarios, o excepcionales o excesivamente gravosos.

En nuestros días ha aumentado la conciencia de las obligaciones de una asistencia médica socializada y las características de gravosidad ya no son tan reales frente al deber de la sociedad de procurar los cuidados necesarios a los enfermos, aún los económicamente débiles. Así pues, en nuestros días, se prefiere fundar la licitud de la renuncia a los cuidados médicos citados sobre la base de su «proporcionalidad» a las esperanzas de recuperación del enfermo.

También se ha comenzado a fundar la licitud de la renuncia en un pensamiento más antropológico que «económico», es decir, en el derecho del paciente a escoger una forma de muerte más serena y más humana, más adaptada al encuentro con el acto fundamental de su vida y con el misterio que le espera.

Por otra parte, ahora como siempre se acepta como principio básico que, así como el hombre no tiene el derecho de poner fin a su antojo a la propia existencia, no tiene en contrapartida la obligación incondicionada de sobrevivir a cualquier precio, como podría ser el precio de prolongar los sufrimientos personales, físicos y morales, la tensión y las incomodidades de todo el grupo familiar, los gastos de una asistencia especial, etcétera, y tiene siempre el derecho, en tales casos, de aceptar la muerte que llega de modo natural.

Este principio no implica la admisión de una opción irresponsable. Por el contrario, supone que es tarea del paciente, o de sus familiares, valorar en su totalidad la situación personal para calcular los riesgos globales así como las esperanzas y realizar las propias opciones con vistas al mayor bien propio. Se trata, pues, de ejercer un sereno acto de discernimiento para adivinar en una supervivencia forzada por los tratamientos inútiles unos peligros más graves para la persona de cuántos resultarían de dejar libre curso al proceso degenerativo que le está conduciendo a la muerte.

Pero si esto se puede afirmar desde un punto de vista negativo, una visión más positiva nos sugerirá, sin duda, que lo que propiamente se intenta, en el caso que estamos examinando, es crear en esos momentos extremos, un espacio y un clima verdaderamente humanos para morir, con la exclusión de algunos aparatos o tratamientos que parecen excluir al paciente de la representación de su propio drama, del posible cumplimiento de sus últimos deberes y de un cierto clima de recogimiento. Una asistencia «inútil» obstinada puede incluso llegar a ser injusta cuando, contra la voluntad del interesado o de sus familiares, se realizan sobre el moribundo pruebas de carácter experimental.

 

CONCLUSIÓN

La doctrina de la Iglesia no ha elaborado un documento explícito sobre los cuidados paliativos. Sin embargo, su postura puede ser fácilmente deducida de los que aquí se han presentado.

Como era de esperar, la fe católica exige un respeto incondicionado a la vida humana. Si por una parte se opone a la eutanasia positiva directa, por otra parte rechaza la posibilidad de prolongar la vida de forma inmoderada, acudiendo a medios extraordinarios o desproporcionados, como prefieren los últimos documentos.

Con relación a los pacientes en situación terminal o «prolongada», advierte la Iglesia sobre la necesidad de emplear un tratamiento integral y respetuoso de todos los valores que configuran la existencia humana. Los medios y estrategias que han sido expuestos en esta Comisión por los técnicos serían plenamente aceptados por la doctrina de la Iglesia. Si algo hubiera de añadir como específico sería solamente el espíritu cristiano de la atención al paciente que, basándose en el evangelio, trata de ver en el necesitado y el enfermo a la misma persona del Señor.

 

BIBLIOGRAFÍA

1. Cf. J. Gafo, Nuevas perspectivas en la moral médica (Madrid 1978) 226.

2. G. Davanzo «Salud (Cuidado de la)», en Diccionario Enciclopédico de Teología Moral, 978.

3. Pío XII a los participantes al I Congreso Internacional de Histopatología del sistema nervioso, en Discorsi ai Medici 3 ed. (Roma 1960) 206.

4. Cf. R. A. McCormick, «The Quality of Life, the Sanctity of Life», en Studia Moralia 15 (1977) 625-41 y también en la obra dirigida por H. Boelaars y R. Tremblay, In Libertatem vocati estis. Miscellanea B. Haring, Roma (1977).

5. Ver, por ejemplo, V. Patalano, «“Omicidio” (Diritto penale)», en Enciclopedia del Diritto 29 (Varese 1979) 91-1020 o también P. V. Reinotti, «Omissione di soccorso», en Enciclopedia del Diritto 30 (Varese 1980) 43-60.

6. Puede verse en Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios 7 ed. (Madrid, ed. de la Acción Católica Española I, 1967) 1702. Citaremos por esta edición = Colección de Encíclicas. En precedencia habrá que recordar el discurso de Pío XII al congreso de la Unión Internacional de las ligas femeninas católicas: AAS 43 (1951) 483.

7. Véase el Decreto del Santo Oficio del 2 de diciembre de 1940, en Acta Apostolicae Sedis 32 (1940) 573-74.

8. Colección de Encíclicas, I, 1334. Esta veracidad no sólo se dirige al enfermo, sino también a los médicos y a los familiares del paciente que tienen que fiarse de la palabra del enfermero.

9. Cf. Discorsi e Radiornessaggi di Sua Santita Pío XII 14 (Citta del Vaticano 1954, 328-29). Sobre este tema volverá repetidas veces: por ejemplo en su discurso del 11 de septiembre de 1956, Colección de Encíclicas, I, 1762. Véase también su discurso a los miembros de la Oficina Internacional de Documentación de Medicina Militar: AAS 45 (1953) 744-54.

10. Colección de Encíclicas, I, 1749.

11. Colección de Encíclicas, I, 1765. Sobre la doctrina de la Iglesia, con especial referencia a Pio XII, puede verse K. Hormann, «Eutanasia», en Diccionario de Moral Cristiana (Barcelona 1975) 412-16.

12. Colección de Encíclicas, I, 1817. Puede verse la destemplada crítica que O. R. Russell, Freedom to Die (New York 1976) hace de esta intervención: «...some of the statements are ambiguous, if not contradictory. It almost seems that the Pope was objecting more to the word “euthanasia” than to the administration of it» (124). La crítica es tan superficial que denota un total desconocimiento de la postura del Papa sobre este problema. La autora, una vez más, está obsesionada por las «salvaguardas» que la ley puede aportar, como si el ordenamiento jurídico hiciera éticamente válido un planteamiento erróneo.

13. Colección de Encíclicas, I, 1817.

14. Colección de Encíclicas, I, 1820. En su citada obra Freedom to Die, la autora O. Ruth Russell supone que, en esta ocasión, las palabras del Papa han debido significar una sorpresa y hasta un «shock» para todos los que arguyen que los doctores están ligados por el Juramento de Hipócrates. Señala que estas palabras suponen un cambio «bienvenido» respecto a las doctrinas tradicionales. Creemos que esa afirmación delata la ignorancia de la autora respecto a las «doctrinas tradicionales». Cuando a continuación critica al Papa por no apelar a las «salvaguardas» que la ley podría aportar, la autora está siendo perfectamente consecuente con su positivismo legal demostrado a lo largo de todo el libro. Y cuando unas líneas más tarde afirma que al permitir el uso de narcóticos, aunque eventualmente acorten la vida, el Papa se acerca a una aprobación de la eutanasia activa, la autora demuestra desconocer la teoría del principio de doble efecto y del «voluntario en causa» que el mismo Papa ha formulado con frecuencia. Cf. O. R. Russell, Freedom to Die, 125.

15. Colección de Encíclicas, I, 1821. En este documento es importante subrayar que el Papa reconoce la pobreza de la clásica definición de muerte como «separación del alma y del cuerpo», al tiempo que pide a la ciencia una definición más exacta. Sobre este tema puede verse G. Perico, «Aspetti della rianimazione», en Aggiornamenti Sociali 34 (1983) 39-37.

16. Colección de Encíclicas, I, 1803.

17. Colección de Encíclicas, I, 1801. El Papa subraya la ambigüedad de la experimentación científica sobre los enfermos incluso en los casos en que se realiza con el consentimiento del paciente mismo. Recuerda una vez más el principio de totalidad condenando el uso que se hace de él en una mentalidad totalitaria.

18. Cf, La Documentation Catholique, n. 1573 (1 nov. 1970) 962-63. Debería recordarse también su alocución al Consejo especial de las Naciones Unidas sobre el «Apartheid»: AAS 56 (1974) 346- su alocución al III Congreso Mundial del Colegio Internacional de Medicina Psicosomática (18 sep. 1975) donde recuerda las palabras que Pío XII dirigiera al I Congreso Int. de Neuropsicofarmacología (9 sep. 1958): L’Osservatore Romano del 18 sep. 1975 y La Documentation Catholique, n. 1683 (5 oct. 1975) 810-11, la carta escrita en su nombre por el Card. Villot al secretario general de la Federación Internacional de las Asociaciones Médicas Católicas, en La Documentation Catholique, n. 1738 (19 mar. 1978) 258-60.

19. AAS 72 (1980) 84-88.

20. Puede verse en P. J. Lasanta, Diccionario Social y Moral de Juan Pablo II, Madrid 1995, 256.

21. Ecclesia, n. 1990, 29 (861).

22. Ecclesia, n. 1990, 30 (862).

23. Texto en La Documentation Catholique, n. 1580 (21 feb. 1971) 189.

24. Texto original publicado en Cathnews, del Catholic Information Office. Trad. francesa en La Documentation Catholique n. 1668 (5 en. 1975) 46.

25. La Documentation Catholique, n. 1680 (20 jul. 1975) 685-87.

26. La Documentation Catholique, n. 1689 / 1 en. 1976) 42.

27. La Documentation Catholique, n. 1689, 43.

28. El texto original fue publicado en Origins. NC News Service (15 abr. 1976). Trad. francesa en La Documentation Catholique, n. 1698 (16 may. 1976) 497-98. Aquí utilizamos nuestra propia traducción publicada en la revista Colligite 22 (1976) 140.

29. Cf. La Documentation Catholique, n. 1703 (1-15 ag. 1976) 722-24.

30. Cf. A. Moulyn, The Meaning of Suffering. An Interpretation of Human Existence fron the Viewpoinet of Time (Westport 1982); W. Flein, Christiches Sterben als Gabe und Aufgabe. Ansatze zu einer Theologie des Sterben (Bern 1983).

31. Sobre la problemática de la definición de la muerte, cf. F. Montovani, «Morte (generalità)», en Enciclopedia del Diritto 27 (Varese 1977) 83-92: «Il concetto di morte», así como pp. 92-102: «L’acertamento della morte».

 

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