Informaciones Psiquiátricas - Primer trimestre 2006. Número 183

Ética y praxis

 

Núria Terribas i Sala

Abogada especialista en derecho sanitario.

Directora del Institut Borja de Bioètica (Universitat Ramon Llull. Barcelona).

 

Recepción: 14-12-05 / Aceptación: 02-02-06

 

INTRODUCCIÓN

Históricamente la sociedad había considerado a las personas que sufrían un trastorno mental como una amenaza para la sociedad, en lugar de personas que requerían ayuda y atención médica. Ésta es la razón por la cuál estos pacientes eran ingresados en asilos o centros especiales —manicomios— por largos períodos o de por vida. El objetivo de esta medida era evitar la autodestrucción del sujeto y la conducta agresiva hacia otras personas.

El concepto de rehabilitación tendente a la recuperación de una calidad de vida compatible con una vida en sociedad más o menos normal, no existía ni era concebido como uno de los objetivos de la psiquiatría.

Sin embargo, en las últimas décadas se ha evolucionado mucho. Hoy conocemos mejor los trastornos mentales y se han creado recursos eficaces que pueden curar casos leves y procurar largas recuperaciones o períodos estables de bienestar a los pacientes más graves. Los avances en la investigación médica y científica han hecho posible obtener fármacos potentes y eficaces, y con menos efectos secundarios o por lo menos controlados.

Por otro lado, el papel del psiquiatra y en general de todos los profesionales que intervienen en el tratamiento de estos pacientes, ha pasado de ser de meros «controladores» o «agentes protectores de la sociedad» ante estos enfermos, a ser cada vez más los responsables de procurar la recuperación de la salud del paciente, en función de las posibilidades y de las características de la patología que sufra.

La normalización del trato del paciente psiquiátrico, pasa por su consideración como sujeto de derechos y obligaciones, con las limitaciones que puedan derivar de su propia enfermedad. El profesional, más allá del conocimiento técnico de las patologías y tratamientos debe considerar siempre en primer lugar a la persona, en todo su contexto bio-psico-social y no puede reducir su intervención al tratamiento de la enfermedad aisladamente considerada, como desgraciadamente sucede en muchos otros ámbitos de la medicina. No en vano se ha afirmado por distintos autores que la psiquiatría es la más humana de las especialidades médicas, por el hecho de que su campo de trabajo es el comportamiento humano en sus distintas manifestaciones.

Desde los orígenes de la cultura, la ética ha sido una parte esencial del arte de curar, y en la relación médico paciente, especialmente en nuestros días, se hace cada vez más necesaria la presencia de normas éticas. Más aún cuando los pacientes sufren trastornos mentales, ya que su enfermedad los hace más vulnerables y más expuestos a una posible conculcación de sus derechos. Por ello requieren mayor protección. Por esta razón la filosofía asistencial de los centros de salud mental y otros recursos asistenciales en psiquiatría deberían tener en cuenta esta mayor «debilidad» y esforzarse en la observancia de esta ética, actuando con total competencia profesional y dándoles un trato humano, respetuoso.

Hasta tal punto se ha considerado importante la presencia de la ética en el campo de la psiquiatría, que algunos bioeticistas se han pronunciado sobre el reconocimiento de la «psicoética», entendida como la reflexión sistemática y metódica de todos los problemas éticos que se suscitan en el ámbito de la práctica psicológico-psiquiátrica (en algunos países iberoamericanos se introduce la psicoética como asignatura dentro de los planes de estudio de algunas carreras como medicina o filosofía).

Partiendo de la casuística de la práctica diaria en psiquiatría, muchas son las situaciones que nos plantean conflictos éticos. Cuestiones referentes a la confidencialidad y secreto profesional, participación del paciente en la toma de decisiones sobre su tratamiento, aplicación de medidas restrictivas (internamiento, contención...), necesidad de inclusión de pacientes en proyectos de investigación de nuevos fármacos, etc. Más adelante abordaremos alguna de estas cuestiones para analizar sus dificultades.

 

LOS PRINCIPIOS ÉTICOS EN PSIQUIATRÍA EN ALGUNOS TEXTOS INTERNACIONALES

La necesidad de establecer un «código ético» en psiquiatría ya se puso de manifiesto hace casi 30 años, cuando la Asamblea General de la Asociación Mundial de Psiquiatría promulgó unas normas dirigidas a toda la clase médica de la especialidad, bajo el nombre de «Declaración de Hawai» (1977). Esta declaración es aún hoy plenamente vigente, a pesar del tiempo transcurrido, hasta el punto que la mayor parte de su contenido ha sido recogido en textos normativos de obligado cumplimiento respecto al paciente en general. Por su importancia, destacamos las grandes líneas de sus directrices:

a)  La finalidad de la psiquiatría es promover la salud, la autonomía personal y el crecimiento del paciente.

b)  Debe ofrecerse a todos los pacientes la mejor terapéutica de que podamos disponer, y se le tratará con el respeto debido a todo ser humano. El psiquiatra es responsable del tratamiento que dé a sus pacientes a título personal y por parte de los miembros de su equipo, y debe realizar una supervisión adecuada.

c)  La relación terapéutica paciente-psiquiatra está fundamentada en un acuerdo entre ambos (alianza terapéutica). Esta relación requiere confianza, confidencialidad, apertura, cooperación y responsabilidad mutua.

d)  El psiquiatra debería informar al paciente de la naturaleza de su enfermedad, del diagnóstico, del pronóstico, de todo lo referente a la terapia recomendada, incluyendo las posibles alternativas. Esta información deberá darla de forma considerada y el paciente debe tener la oportunidad de escoger entre los medios propuestos.

e)  No se debe llevar a cabo ningún procedimiento ni seguir ningún tratamiento contra la voluntad del paciente o independientemente de ésta, a no ser que éste no tenga capacidad para decidir. En estos casos, podrá administrarse un tratamiento forzoso. Puede presumirse un consentimiento informado retroactivo, y siempre que sea posible debe obtenerse el consentimiento de un familiar o persona próxima al paciente.

f)  Siempre que la aplicación de un tratamiento forzoso no esté justificada, el paciente podrá ser dado de alta, a no ser que voluntariamente consienta a continuar con el tratamiento.

g)  El psiquiatra nunca deberá hacer uso de las posibilidades que le ofrece su profesión y especialidad para perjudicar al paciente y debería hacer lo posible para no permitir que sus propios deseos, sentimientos o perjuicios interfieran en el tratamiento.

h)  Todo lo que el paciente dice o explica al psiquiatra, o éste ha sabido durante el tratamiento, debe ser considerado confidencial a no ser que el propio paciente exima al psiquiatra del secreto profesional, o bien cuando valores vitales comunes o el mejor interés del paciente hagan imperativa la revelación de esta información.

i)  Antes de someter al paciente a cualquier tipo de intervención, investigación, exposición como caso clínico, etc., debe obtenerse el consentimiento informado de éste y su participación debe ser siempre voluntaria. En el supuesto de no tener capacidad para consentir, deberá hacerlo en su lugar un familiar o persona próxima.

j)  Todo paciente que esté sujeto a experimentación, es libre de retirarse en cualquier momento del tratamiento. El psiquiatra tiene la obligación de interrumpir todo programa terapéutico, didáctico o experimento que pueda tener un resultado contrario a los principios éticos contenidos en esta declaración.

Bastantes años después, la Asociación Médica Mundial (WMA-1995) aprobó un documento sobre Problemas éticos en psiquiatría, que ahondaba sobre similares cuestiones. De su contenido, merecen ser destacadas algunas de sus recomendaciones:

  • El estigma social asociado a la patología mental debe ser eliminado.

  • El psiquiatra aspira a una relación terapéutica, fundamentada en el acuerdo mutuo. Debe informar al paciente de la naturaleza de su condición, procedimientos terapéuticos, incluyendo alternativas posibles y resultado probable.

  • La condición de un paciente mental que no puede ser autónomo, no es diferente de la de cualquier otro paciente legalmente incapacitado. Un paciente que sufre un trastorno mental debe ser respetado en su opinión en las áreas en las que puede tomar decisiones válidas.

  • Los medios excepcionales sólo deberán usarse en pacientes mentales cuando se encuentren en situación grave y puedan representar una amenaza para ellos o para los demás. El internamiento forzoso debe ser una medida excepcional y el psiquiatra debe procurar aplicarlo restrictivamente.

Además de la Declaración de Hawai de 1977 y la declaración de la WMA de 1995, otros textos posteriores han seguido en esta línea de promulgar los grandes principios rectores de la práctica médica con pacientes que sufren trastorno mental, y en especial sobre el respeto de los derechos de estos pacientes. En los dos últimos años se han aprobado dos documentos más a nivel europeo que merecen ser destacados:

  • Recomendación 2004 (10) sobre la protección de los derechos humanos y la dignidad de las personas con trastornos mentales, del Consejo de Europa.

  • Declaración Europea en Salud Mental (Enero 2005), aprobada por la Conferencia Ministerial de la OMS para la Salud Mental, haciendo especial hincapié en las políticas de prevención, tratamiento, cuidado y rehabilitación de la salud mental para todos los ciudadanos.

Todos estos textos pretenden promover la coordinación a nivel internacional en cuanto a los criterios éticos y de respeto a los derechos humanos que deben imperar en la práctica psiquiátrica, estableciendo por lo menos una base común válida para todos los estados, a partir de la cuál se puedan desarrollar normativas y políticas sanitarias concretas, ajustadas a las necesidades de cada país.

El principal inconveniente de estas grandes declaraciones y acuerdos es que carecen de fuerza jurídica vinculante para los estados, razón por la cuál su aplicación y cumplimiento variará en función de la mayor sensibilidad de cada país para incorporar sus principios en su normativa interna. Sin embargo, sí son un buen reflejo de la preocupación a nivel internacional por el respeto de los derechos de los pacientes que sufren trastorno mental, lo que debería hacer cuestionar a algunos países de nuestro entorno próximo sobre las prácticas que aún hoy se llevan a cabo y las dificultades para generar una mentalidad abierta y responsable en muchos profesionales.

 

LA SITUACIÓN EN ESPAÑA

Dejando de lado, en aras a la brevedad, períodos históricos anteriores, analizaremos la situación actual en España partiendo del marco general establecido, a partir de la transición democrática, por la Constitución Española de 1978.

Ésta, recoge con carácter general en su artículo 43 el Derecho a la protección de la Salud, y establece más específicamente en su artículo 49 «La obligación de los poderes públicos de llevar a cabo una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, psíquicos y sensoriales, a los que prestará la atención especializada que requieran y les ampararán especialmente en la consecución de los derechos que otorga a todos los ciudadanos».

Más allá del texto constitucional, la aplicación de sus principios y enunciados principales se ha llevado a cabo mediante el correspondiente desarrollo normativo a través de leyes y reglamentos. En este sentido, si bien es cierto que el tratamiento específico de los pacientes con trastornos mentales y el respeto a sus derechos básicos no cuentan con una ley especial, sí que se contemplan dentro de normas más generales, bien con apartados especiales, bien siéndoles de aplicación, igual que al resto de pacientes, la regulación de derechos de los usuarios de servicios sanitarios.

Si bien desde 1984 en España existía una Carta de Derechos y Deberes de los pacientes (INSALUD), la primera vez que se que se formulan en una norma de derecho positivo es en la Ley General de Sanidad de 25 de Abril de 1986. Sus artículos 10 y 11 recogen un lista-do de derechos que incluían por primera vez la mención del derecho a la información, a prestar el consentimiento informado, etc. Dicha ley, también recoge en su artículo 20 un redactado específico bajo el epígrafe «De la salud mental», basándose en la plena integración de las actuaciones relativas a salud mental en el sistema sanitario general y en la total equiparación del enfermo a las otras personas que requieren servicios sanitarios y sociales. En este contexto, ya la ley de 1986 disponía que las Administraciones sanitarias competentes deberían adecuar su actuación a una serie de principios:

  • La atención a los problemas de salud mental debería realizarse prioritariamente en el ámbito comunitario, potenciando los recursos asistenciales a nivel ambulatorio y domiciliario, reduciendo al máximo la necesidad de hospitalización y con especial consideración a los problemas referentes a psiquiatría infantil y psicogeriatría.

  • La hospitalización debería realizarse en unidades psiquiátricas hospitalarias.

  • Deberían desarrollarse servicios de rehabilitación y reinserción adecuados, buscando una coordinación necesaria con los servicios sociales, así como llevando a cabo políticas de prevención primaria y atención a problemas psicosociales.

A pesar de estos principios recogidos en la ley, transcurridos 20 años desde su vigencia, estamos aún muy lejos de alcanzar sus objetivos aún cuando se ha avanzado mucho en este tiempo. Sin embargo, la coordinación entre servicios sanitarios y sociales es francamente precaria e incluso a veces entre hospital y primaria dentro del propio ámbito asistencial; no se da corresponsabilidad de la Administración con los servicios sanitarios de gestión privada, que prestan servicio y dan solución a problemas de salud mental de un amplio abanico de población; la corresponsabilidad social entre paciente y familia con equipos terapéuticos tampoco se da, haciendo realmente difícil en ocasiones trabajar con posibilidad de éxito en los tratamientos, etc.

Respecto a la formulación y reconocimiento de derechos de los pacientes en general, y por lo tanto también en salud mental, se ha producido un importante avance legislativo en los últimos años, más allá de las formulaciones bastante desacertadas, en este punto, de la Ley General de Sanidad. Me refiero a la legislación sobre el derecho a la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones sobre información y documentación clínica, que tanto a nivel de ley básica estatal como a nivel de leyes autonómicas ha sido promulgada desde el año 2000. La primera de estas normas fue la Ley 21/2000 del Parlamento de Cataluña, a la que siguieron otras leyes de ámbito autonómico, y la Ley 41/2002 básica estatal, en la que prácticamente iguales contenidos se plasman en una norma para todo el Estado. Actualmente, 15 de las 17 Comunidades Autónomas del estado español han regulado ya en sus respectivas normativas todas estas cuestiones, y algunas lo han hecho con apartados específicos referidos a salud mental, como la Ley 5/2003 de Salud de las Islas Baleares.

Principios básicos de estas normas serían el respeto a la dignidad de la persona y a la autonomía de su voluntad, y el derecho a decidir, previa información, sobre las opciones clínicas disponibles y a rechazar el tratamiento propuesto. Si bien no es objeto de este trabajo entrar en el análisis pormenorizado del contenido de las normas mencionadas, quisiera por lo menos destacar algunos elementos importantes, a fin de poder valorar luego los problemas de su aplicación en pacientes que sufren trastornos mentales.

Efectivamente, estas leyes establecen, con carácter más o menos unitario, el derecho del paciente a una información veraz, comprensible y adecuada sobre su proceso de salud y su evolución. Información, por tanto, que debe necesariamente adaptarse al estado y capacidad de comprensión del paciente, estableciéndose una gradación de la información a dar y la forma en que debemos darla, en función del estado del paciente. Así, se establece la diferencia entre:

1.  «Paciente competente», situación en la que éste será el único titular del derecho a esta información, y secundariamente sus familiares o personas vinculadas si él está de acuerdo.

2.  «Paciente parcialmente competente», al que debemos integrar en el proceso informativo y de decisión en la medida que éste pueda comprender y asimilar, complementando esta información con la familia y personas vinculadas al paciente.

3.  «Paciente incompetente», donde deberemos desplazar o trasladar tanto la información como la decisión al legal representante o en ausencia de éste, por no existir incapacitación legal, a la familia o personas vinculadas al paciente.

Evidentemente, este punto es crucial en la atención al paciente con trastorno mental puesto que el elemento fundamental será la adecuada valoración de la competencia del paciente para incorporarle en mayor o menor medida en su proceso terapéutico, desde la decisión de un internamiento como el cambio de medicación.

Sin embargo, también contempla la norma la posible situación excepcional del «estado de necesidad terapéutico», en el cual el profesional puede valorar como perjudicial para su salud dar cierta información al paciente, y reservar ésta haciendo la correspondiente anotación en la historia clínica.

Dentro de este proceso, tiene especial relevancia la prestación de consentimiento a determinadas actuaciones o intervenciones en el ámbito terapéutico. Para algunas de ellas se dispone la necesidad del consentimiento informado, es decir, la autorización por escrito firmada por el paciente, aceptando la medida terapéutica propuesta. Éstas son:

  • intervenciones quirúrgicas (p. e. psicocirugía)

  • procedimientos diagnósticos o terapéuticos invasivos (p. e. Terapia Electroconvulsiva - TEC)

  • otros procedimientos que supongan riesgos o inconvenientes de notoria y previsible repercusión negativa en la salud del paciente (p. e. tratamiento con Clozapina).

La situación de excepción al consentimiento, permitiéndose la actuación directa por los profesionales, sería el caso de urgencia por riesgo propio o de terceros. El caso más paradigmático es el del ingreso del paciente psiquiátrico, en estado crítico, para el cuál deberá cumplirse con el procedimiento judicial establecido al efecto.

También en este punto del consentimiento será de vital importancia hacer una adecuada valoración de la competencia del paciente para la toma de decisiones. No es de igual intensidad la competencia exigible a un paciente para autorizar un ingreso en unidad psiquiátrica que para hacerle un cambio de pauta de medicamento. Los valores, intereses y derechos en juego son de distinto calado y por tanto el nivel de exigencia en cuanto a su competencia también debería serlo. Ello nos llevaría a la debatida polémica sobre los ingresos voluntarios e involuntarios, y las consecuencias de una u otra modalidad para los pacientes en su posterior tratamiento, pero no disponemos de espacio aquí para entrar en ello.

Desde el punto de vista no sólo jurídico, sino ético, el buen hacer profesional será aquél que contemple al paciente como un sujeto de derechos y le permita ejercerlos en función de su situación y grado de competencia y de sus necesidades, con la flexibilidad necesaria para revisar esta situación a lo largo del proceso e ir variando y adecuando la implicación del paciente en base a la misma.

 

PRINCIPALES DIFICULTADES DEL EJERCICIO DE LA AUTONOMÍA DEL PACIENTE CON TRASTORNO PSÍQUICO

Destacaría como las dificultades principales para el adecuado desarrollo y ejercicio de la autonomía del paciente con trastorno mental, las siguientes.

En primer lugar, la limitación de su capacidad de comprensión y decisión, como consecuencia de la propia enfermedad o trastorno. Es obvio que también un paciente con cualquier otro tipo de trastorno orgánico sufre un estado de especial vulnerabilidad por la enfermedad misma, que le coloca en un plano de debilidad e inferioridad respecto a los profesionales que tienen el conocimiento y la pericia para sanarle. Pretender una total simetría entre médico y paciente, es una utopía, aún cuando estemos trabajando para minimizar esa distancia.

En el enfermo mental esa asimetría es mucho mayor puesto que su enfermedad afecta a la psique, por tanto a su capacidad cognitiva y volitiva, dificultando mucho más, especialmente en determinados estadios de patologías complejas, la comunicación, comprensión y capacidad de decisión informada.

Una segunda dificultad sería el automatismo por el cual los profesionales tienden a sustituir al paciente por la familia o personas vinculadas al paciente. El tratamiento de la enfermedad mental viene, como decíamos al principio, de una tradición paternalista en extremo de modo que el paciente no contaba en la información y la decisión, quedando a un lado sólo como sujeto pasivo de su propia dolencia. Los agentes actuantes en el círculo de la asistencia a estos pacientes eran los profesionales y, cuando la había y colaboraba, la familia u otras personas cercanas. Todavía hoy no hemos conseguido desprendernos de ese lastre, aunque hemos avanzado, y poco a poco vamos haciendo el cambio de «titular», pasando a considerar e integrar más y más al paciente en su proceso. Falta aún mucho camino por recorrer.

La tercera dificultad, y directamente vinculada con la anterior, es la decisión e imposición de tratamientos o intervenciones prescindiendo de la voluntad, conocimiento y decisión del paciente, y a veces incluso de la familia. Tal como comentábamos anteriormente, es de vital importancia hacer una correcta evaluación y ponderación del grado de competencia del paciente, con un adecuado balance autonomía / beneficencia. Es evidente que ciertas actuaciones deberán hacerse sin poder contar con él, pero ello no implica que desde aquel instante el paciente deba quedar «fuera del circuito», sino que superada aquella situación crítica, sea reincorporado en el proceso de toma de decisiones, en la medida de sus posibilidades. Sea como fuere, toda actuación debe estar presidida por una máxima inquebrantable, y es el mejor beneficio para el paciente.

Podríamos concluir este punto diciendo que las premisas para una correcta actuación con el paciente con trastorno mental, en garantía del respeto a su autonomía, serían:

a)  Valorar su grado de competencia, integrándole al máximo en su proceso terapéutico (información y decisión), revisándolo periódicamente y adecuando su implicación a sus variaciones o cambios.

b)  Integrar también a la familia o personas vinculadas al paciente en su proceso terapéutico, considerando primero siempre al paciente y su voluntad, si su situación lo permite.

c)  No imponer directamente el criterio médico o de la familia, amparándose en la presencia de enfermedad.

d)  Aceptar el posible rechazo al tratamiento, si el paciente es suficientemente competente para entender el alcance de su decisión.

e)  En situación de incompetencia total, actuar siempre en su mejor beneficio.

 

RESPETO A LA DIGNIDAD DEL PACIENTE

Otro de los principios básicos que se recogen en la regulación de los derechos de los pacientes, según comentábamos, es el del respeto a su dignidad, en sus distintas manifestaciones.

En relación con el paciente con trastorno mental, el ejercicio de esa dignidad se traduce, entre otros, en la formulación de los siguientes derechos, que vienen así recogidos en cartas de derechos de los pacientes de distintas instituciones psiquiátricas:

  • Derecho a una atención integral y de calidad, basada en el respeto a la naturaleza biológica, psicológica, social y espiritual del paciente, poniendo a su servicio todos los recursos técnicos y humanos de que se disponga.

  • Derecho a no sufrir discriminación en el trato, por razón de su enfermedad ni por cualquier otra circunstancia.

  • Derecho a la intimidad, dentro de la necesaria intervención de los profesionales para el tratamiento de su patología. Es evidente que ante determinadas situaciones de los pacientes, los responsables de su adecuada higiene, tratamiento, etc., deberán intervenir, si bien es exigible que lo hagan con el máximo respeto y cuidado para con la intimidad de éstos.

  • Derecho a la confidencialidad de la información que afecta a su persona y proceso de salud, imperando la obligación de «secreto profesional» dentro del equipo terapéutico. Los datos referentes a salud mental son especialmente sensibles por el estigma social que aún lleva asociada este tipo de patología. Por ello debe extremarse la cautela en todo lo que suponga externalizar la información (entrega de informes a terceros, información telefónica, etc.).

  • Derecho del paciente a acceder a su documentación clínica. Este derecho, amparado en la norma, tiene unos límites legales a los que el profesional podrá acogerse, como son sus anotaciones subjetivas o la información relativa a terceras personas, contenida en la historia clínica.

  • Derecho a la libre deambulación, comunicación e interrelación personal con libertad, especialmente en el paciente hospitalizado (no ser sometido a contenciones o aislamientos, recibir visitas, correspondencia y comunicaciones, etc.). Obviamente este derecho también puede verse limitado por necesidades del propio paciente, ya que en determinadas situaciones o contextos pueden ser perjudiciales para él algunas de estas medidas o bien necesaria su aplicación.

Podríamos concluir destacando una premisa básica que debe presidir el cumplimiento de todos estos derechos, como manifestaciones del respeto a la dignidad de la persona. Esta premisa sería que los derechos de los pacientes con trastorno mental sólo podrán ser restringidos:

a)  Por indicación médica y con autorización judicial, cuando corresponda.

b)  Siempre en beneficio y protección del propio paciente o de terceros potenciales perjudicados.

c)  Por el mínimo tiempo indispensable.

 

DEBERES DE LOS PACIENTES

Si bien he procurado desgranar los aspectos más importantes del adecuado tratamiento y asistencia al paciente con trastorno mental, en respeto a sus derechos básicos en salud, no puede concluirse este trabajo sin hacer una breve mención también a los deberes del paciente. Deberes que también aparecen formulados en las normativas reguladoras de derechos, y en mayor medida aún en las Cartas de Derechos y Deberes elaboradas.

Como principales deberes del paciente, aún en consideración a su situación de vulnerabilidad por razón de la enfermedad, cabría mencionar:

  • El deber de colaborar en el tratamiento, y en el cumplimiento del compromiso terapéutico con su médico. Sin esta corresponsabilidad del paciente, e inclusive de su familia, será francamente difícil abordar con éxito el trastorno mental.

  • El deber de respetar a las personas (profesionales y resto de usuarios) de los servicios sanitarios de salud mental que deba utilizar, así como de sus instalaciones y recursos puestos a su servicio.

  • Cumplir con la normativa del centro o servicio del que sea usuario.

  • Firmar la alta voluntaria cuando la solicite, sea por rechazo al tratamiento o por simple voluntad de abandonar el centro o el servicio, si a criterio del profesional tiene la suficiente competencia para asumir las consecuencias de su decisión.

A modo de conclusión, diría que sólo con la implicación firme del paciente en su proceso de enfermedad, y de su entorno familiar y social, y con voluntad de colaborar, será posible alcanzar una curación o por lo menos una calidad de vida buena y estable para el paciente, con eficacia en la rehabilitación y reinserción social de estas personas. Por parte de los profesionales e instituciones, más allá de la estricta obligación jurídica, y en cumplimiento de su propia vocación, deberán actuar con criterios éticos, velando al máximo por el respeto a los derechos de los pacientes, especialmente de aquéllos que están en situación de extrema vulnerabilidad, como es el paciente que sufre un trastorno mental grave.

Con esta actitud de todos, conseguiremos un mayor grado de humanización de la asistencia a estos pacientes y una mayor eficacia en la tarea rehabilitadora en salud mental, haciendo realidad el enunciado principal: la persona con trastorno mental grave, es ciudadano de hecho y de derecho y así debe ser tratado.

 

BIBLIOGRAFÍA

«Bioética y salud mental». Revista Labor Hospitalaria. Vol. XXXIV, 2-2002, núm. 364 (75-160) —Varios autores—.

Vizcarra Coronel, H. «Problemas éticos de la psiquiatría», en Revista Selare, núm. 42, 1990 (41-48).

Ramos Montes, J. «El debate ético en psiquiatría», en Revista Bioètica & Debat, año II, núm. 8, 1997 (4-5).

Block, S., Chodoff, P., Green S.A. (ed.). «La ética en psiquiatría». Editorial Triacastela. Madrid, 2001.

Asociación Mundial de Psiquiatría. «Declaración de Hawai», Hawai, 1977.

Asociación Médica Mundial. «Declaración sobre Problemas éticos en psiquiatría», Francia, 1995.

Consejo de Europa «Recomendación 2004 (10) sobre la protección de los derechos humanos y la dignidad de las personas con trastornos mentales», Bruselas, 2004.

Organización Mundial de la Salud - Conferencia Ministerial para la salud mental «Declaración europea en salud mental», Helsinki, 2005.

Constitución Española, 1978.

Ley 14/1986 General de Sanidad, de 25 de Abril de 1986 (BOE 101 y 102 de 28 y 29 de Abril).

Ley 21/2000 de 29 de Diciembre del Parlamento de Cataluña, sobre «Derechos de información concerniente a la salud y a la autonomía del paciente, y a la documentación clínica». (DOGC núm. 3303 de 11 de Enero de 2001).

Ley 41/2002 básica estatal, de 14 de Noviembre de 2002, «Reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica» (BOE núm. 274 de 15 de Noviembre de 2002).

 

<< volver