Informaciones Psiquiátricas - Primer trimestre 2006. Número 183

¿Puede la filosofía decir algo al respecto?

 

Manuel Cruz

Catedrático de Filosofía Contemporánea de la UB.

Investigador del Instituto de Filosofia del CSIC.

 

Recepción: 14-12-05 / Aceptación: 02-02-06

 

La cuestión de fondo que, a mi entender, late tras la pregunta que nos convoca es la de la responsabilidad, como me gustaría ser capaz de mostrar en mi intervención. El tema de la responsabilidad no es un tema que puede resolverse apelando a elementos indiscutibles, unánimemente aceptados o reconocidos por cualesquiera interlocutores. Casi me atrevería a sostener que, al contrario, se ha constituido en los últimos tiempos en el territorio de una viva confrontación teórica. ¿Qué hay en cuestión en la pregunta por la responsabilidad que hace que provoque un tan encendido debate? Como casi siempre, las ideas subyacentes, los supuestos básicos en los que se apoya la propia pregunta, el entramado de conceptos y valoraciones que operan a modo de condiciones básicas de inteligibilidad de la interrogación misma.

Hay un principio general de obligada aplicación en este caso, so pena de malentender gravemente el asunto. De cualquier pregunta cabe afirmar que es una pregunta fechada, pero no todas quedan por un igual determinadas por dicha ubicación temporal. La pregunta por la responsabilidad accede a las condiciones de posibilidad teórica en un momento determinado de desarrollo de la sociedad moderna o, lo mismo con otras palabras, viene indisolublemente ligada a un cierto desarrollo de la misma. El término responsabilidad es de origen relativamente reciente. El adjetivo castellano responsable es más antiguo que el sustantivo abstracto responsabilidad, pero en cualquier caso ambos son posteriores a 1700. Así, el Breve diccionario etimológico de la lengua castellana de Joaquín Corominas data la primera aparición documentada de responsable en 1737 y adjudica el sustantivo responsabilidad al siglo XIX. La consideración filológica en este caso corre paralelo al desarrollo mismo de la idea. En particular, el nombre abstracto no adquiere importancia hasta hace poco: responsibility apareció en inglés en 1787, y responsabilité lo hizo en francés once años más tarde. Repárese en lo que importa de estos datos: las connotaciones de la palabra en inglés y en francés son, en realidad, contemporáneas de la Revolución Industrial y han ejercido una fuerte influencia en castellano.

El dato filológico podría utilizarse como argumento para no incurrir en la tan reiterada identificación entre responsabilidad y culpa, pero tal vez resulte de mayor utilidad en el presente contexto destinarlo a otro propósito. Es un dato de hecho —de sociología o historia de las ideas, si se quiere decirlo así— que hoy hemos incorporado a nuestra mentalidad, a nuestro sentido común, algo tal vez más importante aún que el principio de que el delito no debe quedar impune, y es la idea de que el mal (aunque sea el mal natural, por decirlo a la vieja manera, esto es, aquél sin responsable personal alguno posible) debe ser subsanado1. La idea no tiene garantizado su cumplimiento en ninguna ley cuasi-natural, ni menos aún en una (afortunada) necesidad histórica. Es, más bien, una promesa que forma parte —y parte sustancial— del sueño de la Modernidad, hasta el punto de que bien pudiéramos denominarla nuestra particular promesa constituyente. Pero este rasgo, que desde un cierto punto de vista merece ser considerado como un desarrollo de la conciencia moral de la humanidad, es al propio tiempo el que nos coloca ante unas perplejidades específicas, ante unos estupores muy propios de nuestro tiempo. Porque ahora tendemos a asumir, sin excusa ni remedio posibles, nuestros propios horrores como algo de lo que debemos dar cuenta.

1. Cabe, desde luego, cuestionar en qué medida esa idea se ve o no materializada, pero esa sería otra discusión, que no afectaría al contenido de lo que se ha afirmado. Que nuestra actitud respecto al mal haya variado es una afirmación que no queda falsada por la frustración de nuestras expectativas. De ahí que no sea contradictorio sostener lo anterior y admitir al mismo tiempo que tal vez Kundera lleve una parte de razón cuando escribe en La broma: «...la mayoría de la gente se engaña mediante una doble creencia errónea: cree en el eterno recuerdo (de la gente, de las cosas, de los actos, de las naciones) y en la posibilidad de reparación (de los actos, de los errores de los pecados, de las injusticias). Ambas creencias son falsas. La realidad es precisamente al contrario: todo será olvidado y nada será reparado. El papel de la reparación (de la venganza y del perdón) lo lleva a cabo el olvido. Nadie reparará las injusticias que se cometieron, pero todas las injusticias serán olvidadas» (M. Kundera, La broma, Barcelona, Seix Barral, pág. 303).

 

Venimos obligados a pensar acerca de las consecuencias remotas de nuestras acciones, obligación que se deriva del nuevo poder adquirido por el hombre contemporáneo. Pero importa resaltar que dicho poder se activa con independencia de nuestro propósito expreso. En ese sentido, la responsabilidad nos sobreviene involuntariamente de la increíble extensión del poder que ejercemos diariamente al servicio de lo que nos es más próximo, pero que sin pretenderlo hacemos que actúe en la lejanía. Es también la desmesura, inédita en la historia, de ese nuevo poder el que ha concedido relevancia a una dimensión de la acción humana que antaño tendía a ser considerada menor, a saber, la de la omisión. Dicha dimensión no debe ser confundida, desde luego, con la mera no acción. Hablando con propiedad, la omisión sólo se da cuando, teniendo el agente la oportunidad de hacer una acción, la capacidad para ello y las razones, no la lleva a cabo. Sin embargo, no es menos cierto que a una tal caracterización se impone introducirle alguna corrección, especialmente en lo que hace al capítulo de las razones. Imponer el requisito del conocimiento o la conciencia supone introducir un requisito de imposible cumplimiento en el mundo contemporáneo.

Pero el cambio de escala a la hora de evaluar las consecuencias a largo plazo de nuestras acciones, la preocupación por el futuro del planeta, de la especie o incluso de la vida como tal, lejos de eximirnos de otro orden de consideraciones, nos devuelve a ellas como el único referente previo del que partir. La especie humana no puede ser entendida sin más como el nuevo sujeto al que referir la responsabilidad, como si la escala fundacional, la de los agentes particulares, hubiera quedado obsoleta, hubiera estallado en mil pedazos, pulverizándose. Eso equivaldría a una modalidad de huida hacia adelante, que dejaría sin pensar la sustancia misma del asunto.

Plantear la conveniencia de tomar a los sujetos individuales como elemento fundamental sobre el que basar toda pesquisa en este terreno en modo alguno se debe confundir con una apología —ni siquiera con una fundamentación previa— del individualismo. El individuo es, propiamente, aquella instancia más acá de la cual no se puede retroceder, porque configura un todo, una unidad, una realidad conjunta (indivisible, en sentido literal). A la afirmación de los individuos, si acaso, se le podrá reprochar otra cosa —pero entonces el reproche estará hecho desde un lugar distinto—. Se le podrá acusar de estar ontologizando, cosificando, atribuyendo una ficticia identidad, a lo que de suyo es un agregado, disperso y contradictorio, de pulsiones, instintos, razones e intereses (entre otros materiales de derribo). Pero esta objeción, que alcanzó sus más altas cotas de popularidad en la década de los ochenta, merced sobre todo a la colaboración sincronizada y publicísticamente muy rentable de un cierto postestructuralismo y una cierta postmodernidad, ha ido perdiendo intensidad en los últimos años, acaso porque las condiciones de posibilidad, tanto teóricas como reales, de ambos se han ido desvaneciendo. Probablemente la tarea primordial hoy sea dilucidar, de una parte, qué sujeto y de qué manera puede asumir el protagonismo al que hemos hecho referencia y, de otra, bajo qué descripción podemos continuar hablando de responsabilidad.

Entiéndaseme bien: todavía es posible perseverar en el tópico de que la identidad es una construcción, pero a sabiendas de que dicho tópico, correcto en lo esencial, presenta ya una muy escasa utilidad si lo que pretende es dar a entender que hay otras realidades de las que no cabe predicar esa condición de constructo (¿qué serían entonces?: ¿elementos innatos?), o que la auténtica dimensión básica previa se halla en un nivel más elemental, o más simple, de nuestra realidad. Ubicación esta última que, por lo general, terminaba teniendo, como uno de sus inevitables corolarios teóricos, el desdibujamiento del vínculo a postular en relación a las acciones (¿a qué elemento particular del desestructurado y confuso agregado que somos se podría atribuir la responsabilidad?). Ahora bien, el rechazo del uso que se ha hecho del señalado tópico no debiera impedirnos reconocer la utilidad crítica que ofrece intentar analizar, con la máxima atención y voluntad de conocimiento, la real articulación de elementos que hace de cada uno de nosotros lo que efectivamente somos, con la esperanza de que de ahí pueda surgir una idea adecuada del significado del término responsabilidad.

Las anteriores referencias a la Modernidad, al mal y a lo que nos jugamos en el envite del presente intentaban dibujar el escenario teórico en el que conviene plantear la cosa, al tiempo que empezaban a proporcionar alguno de los elementos teóricos para iniciar una respuesta a las cuestiones recién planteadas. Han tenido lugar no demasiado lejos en el tiempo suficientes polémicas y debates como para poder comprobar sobradamente hasta qué punto una determinada concepción del sujeto (o, por mejor decir, un rechazo del mismo, sea por desdibujamiento, sea por estallido) operaba muy eficazmente como premisa para poder concluir que en una tan voluble, lábil e inestable realidad difícilmente puede tener acomodo la atribución de responsabilidad. Conviene ahora por lo menos señalar si la premisa en cuanto tal está fundamentada de manera satisfactoria.

Porque, entre otras cosas, resulta francamente discutible que alguno de los fundamentos en los que se apoya una concepción disolvente de la subjetividad, especialmente en lo que atañe a un cierto dualismo entre la esfera del conocimiento y la de la emoción, se puedan seguir sosteniendo. Es un hecho que en los últimos tiempos, tanto desde un enfoque analítico, como meramente historiográfico, se ha puesto en tela de juicio la tendencia, tan extendida, a pensar irracionalmente la dimensión apasionada, o emotiva, del sujeto. Frente a dicha tendencia, lo que están planteando algunos autores es la necesidad de pensar las pasiones (incluyendo en este capítulo, además de las emociones, los sentimientos y los deseos) como estados que, lejos de añadirse desde fuera a un grado cero de la conciencia indiferente para enturbiarla y confundirla, son constitutivas de una tonalidad de cualquier modo de ser e incluso de todo orientarse en el conocimiento.

Por supuesto que postular la racionalidad de las pasiones —por implícita o mínima que sea— puede constituir la más eficaz forma de neutralizar a quienes andan en busca de coartadas para poder mejor reprimir y encauzar aquéllas. Pero probablemente los principales enemigos de la señalada propuesta sean quienes, desde hace mucho, se empeñan en señalar a la racionalidad occidental como el enemigo a batir y han convertido a los argumentos antiilustrados en el perejil teórico de todas sus salsas. A estos últimos les acostumbra a disgustar, tanto la idea de que la búsqueda de la verdad sea una empresa con sentido como la posibilidad misma de que hubiera una entidad, llámesele sujeto, agente o como se prefiera (la palabra ahora es lo de menos), capaz de hacerse cargo del proceso.

Y hacerse cargo hasta el final, por cierto. El sujeto, si se me permite que lo resuma abruptamente, no es una mera posibilidad, una opción o, muchísimo menos, un capricho. Si se parece a algo es a un destino, a una necesidad ineludible, a una insoslayable condición de posibilidad de nuestra existencia. La subjetividad de la que habla la filosofía (o el sujeto moral del que trata una parte de la misma) no es una instancia menor, técnica. No es meramente el agente al que atribuimos la significatividad de las diferentes acciones. Es más que la instancia a la que ir atribuir los eventos: es alguien que se hace cargo de su propia vida, hasta el límite máximo que seamos capaces de pensar. A él le pertenece todo cuanto ocurre, incluido él mismo.

Nos hemos deslizado, de forma deliberada, hacia magnitudes mayores, hacia una escala muy alejada del minimalismo filosófico más o menos imperante en ciertos ambientes. Está claro que una tal audacia sólo se puede plantear desde la convicción, alternativa, de que únicamente una mirada global se encuentra en condiciones de dotar de todo su sentido a este planteamiento. Postular la responsabilidad por la propia vida —afirmación en la que hemos terminado desembocando— implica, en efecto, colocarse decididamente frente a tantos como abogan por la desresponsabilización absoluta (de sí mismos, claro: no en otra cosa se sustancia el victimismo generalizado, tan extendido en las sociedades occidentales desarrolladas). Viene a significar una forma específica de reclamar la kantiana mayoría de edad para los hombres. Pero, del otro lado, la propuesta planteada también supone cambios.

Porque, más allá de las cuestiones ¿quién es responsable? y ¿de qué somos responsables? —en las que habitualmente acostumbra a agotarse el debate acerca de la responsabilidad— persiste otra pregunta, complementaria de las anteriores a la hora de abordar el asunto, y es la de ante quién somos responsables. A esta otra cuestión a menudo ha tendido a responderse en una clave a mi entender de todo punto equivocada, consistente en dar por descontado que somos responsables ante los que sufren, que su sufrimiento en cuanto tal, con absoluta independencia de su origen o su autoría, nos interpela. Pues bien, se impone rescatar la apelación al sufrimiento ajeno de la farisaica instrumentalización moralista de que suele ser objeto. Tomarse en serio dicha apelación, en definitiva. El sufrimiento no convierte en bueno con efectos retroactivos a quien lo haya podido padecer, ni le exime de responder del daño que haya podido provocar en otro momento. Por lo mismo, de poco sirve llenarse la boca constantemente con el recordatorio de los padecimientos del prójimo, como si el mero alinearse en contra de los mismos colocara a quien presenta la formulación en un lugar teórico (además de práctico) inobjetable. Las apelaciones meramente emotivistas suelen incurrir en esa argucia argumentativa que Nietzsche llamaba «la prueba del placer», consistente en actuar como si el mejor respaldo de una afirmación no fuera su correspondencia con los hechos, sino más bien el grado de satisfacción y autocomplacencia que infunde a quien la ha formulado, gratificado hasta el límite por haber dado expresión a tan elevados sentimientos2.

2.  En su excelente libro Memoria del mal, tentación del bien (Barcelona, Península, 2002) Tzvetan Todorov lo tiene dicho de manera tan brillante como rotunda: «Dar lecciones de moral a los demás no ha sido nunca un acto moral: la virtud del héroe o la aureola de la víctima no destiñen realmente sobre sus admiradores».

 

La responsabilidad no debe acogerse a ese orden de argumentaciones o fundamentos, por más que presenten una apariencia de evidencia intuitiva. En realidad, dicha apariencia se desprende, no tanto de la cosa misma, como de su inscripción en el entramado de tópicos y valoraciones acríticas que constituyen el sentido común de las gentes de esta época (inscripción que hace que tendamos espontáneamente a considerar verdad o a dar por bueno lo que funciona de manera generalizada como verdad). Pero establecer un tal orden de vinculaciones debe ser considerado, desde el punto de vista del desarrollo de las ideas, un auténtico retroceso, en la medida en que reincide, tácitamente, en una identificación entre responsabilidad y culpa, de la que la primera, desde sus orígenes, en todo momento intentó escapar. Ni siquiera la responsabilidad moral —la más sensible, por razones históricas, a ello— debiera aceptar dicha identificación. La responsabilidad no se puede pensar bajo la figura de la deuda, ni cabe convertirla en un gesto reactivo.

Es más bien la actitud más afirmativa que estamos en condiciones de pensar. Por lo mismo, declararse responsable no es un imperativo cuya legitimidad última derive de ningún tipo de trascendencia. Antes bien al contrario, se pretende uno de los gestos seculares por excelencia.

De ahí que aludiéramos antes a la promesa de la Modernidad, a la que nos atrevimos a definir como nuestra particular promesa constituyente, y tal vez ahora se entienda mejor la alusión, esto es, se vea más claro a dónde conduce. Es cierto que esa promesa siempre ha vivido amenazada por una mórbida y enfermiza querencia hacia la disolución y el caos que alguien podría pensar que es indisociable de la naturaleza humana. Pero tal vez la clave esté en otra parte. Tal vez lo que necesitáramos pensar es hasta qué punto tanta resistencia —tanta dificultad para cumplir lo largamente anunciado— no estará expresando en último término la envergadura del desafío ilustrado, la ambición del anhelo moderno. Vale la pena, aunque sea con carácter excepcional, reincidir en el argumento y en sus palabras3: quizá no haya habido en la historia fantasía más desatada, sueño más loco, que el de un mundo regido por los principios de la razón. Quizá nunca desvarió tanto el hombre como cuando aspiró a un futuro en el que las relaciones no vinieran determinadas por la riqueza o el dominio, ni el conocimiento nublado por la superstición. O acaso, simplemente, midió mal sus fuerzas y terminó pagando muy cara su arrogancia de enfrentarse a uno de los miedos más ancestrales de la humanidad, el miedo a hacerse cargo de las riendas de su propio destino. A declararse responsable de él, finalmente.

3.  Vid. mi «Prólogo» a M. Cruz (comp.), Tolerancia o barbarie (Barcelona, Gedisa, 1998).

 

<< volver