Informaciones Psiquiátricas - Tercer trimestre 2009. Número 197

Desde la emoción hacia la mente

Fundamentación del protocolo de exploración neuropsicológica del aprendizaje relacional-infantojuvenil (Primera parte)

 

Ángeles Enríquez

Psicóloga Clínica. USMIJ-Hospital Clínico Universitario Lozano-Blesa.

 

Pablo Padilla

Psiquiatra. Director Médico. Centro Neuropsiquiátrico Ntra. Sra. del Carmen.

 

Isabel Montilla

Alumna de Medicina. Universidad Autónoma de Madrid.

 

Recepción: 27-05-09 / Aceptación: 10-06-09

 

El caos posibilita la vida y la inteligencia.

Illya Prigogine

 

RESUMEN

Se revisan las aportaciones psicológicas, neurocientíficas y biológicas en las que se fundamenta el Protocolo de Exploración  Neuropsicológica del Aprendizaje Relacional-InfantoJuvenil (PENpAR-IJ) diseñado por la primera autora y con el que se trabaja en la Sección de Psiquiatría Infanto-Juvenil del Hospital Clínico Universitario Lozano Blesa de Zaragoza. Se hará hincapié en la necesidad de integrar conocimientos científicos vigentes sobre la mente. Se revisarán así mismo, contribuciones sobre la Teoría de la Mente y las habilidades mentalistas en distintos trastornos mentales para concluir con una presentación del PENpAR-IJ. En el presente artículo se recogen las Bases Psicológicas y en otros dos posteriores, las temáticas restantes.

 

Palabras Clave

Aprendizaje Relacional, Emoción, Vínculo Afectivo, Inteligencia Emocional, Habilidades Mentalistas, Teoría de la Mente, Neurociencia Afectiva.

ABSTRACT

We review the psychological, neuroscience and biological contributions performed on the Relational Learning. They are considered the bases of the Protocol for the Neuropsychological Exploration of the Relational Learning-Child/Adolescent (PENpAR-IJ), designed by the first authoress and we work with in the Sec-tion of Child and Adolescent Psychiatry of the University Clinic Hospital Lozano Blesa of Zaragoza. It emphasizes the need to move towards integration of scientific knowledge about the mind. We review the contributions of the theory of mind in different mental disorders. And we conclude with the presentation of PENpAR-IJ. In this article  we collect the Psychological Bases and in the others one the remaining topics.

 

Keywords

Relational Learning, Emotion, Affective Attachment, Emotional Intelligence, Mental Abilities, Theory of Mind, Affective Neuroscience.

 

INTRODUCCION

El Aprendizaje Relacional viene siendo investigado desde diferentes ámbitos de la psicología y de otras disciplinas conforme a niveles evolutivos progresivamente más complejos, desde la atención y reconocimiento de las expresiones emocionales, la empatía, las etapas de desarrollo de la teoría de la mente, hasta el juicio social y moral. Aún así, no se agota la complejidad del constructo en el que parecen confluir muy diversas y renovadoras aportaciones científicas.

Recientemente asistimos a un renovado interés en la psicología clínica y en la académica, por el estudio de las dimensiones afectivas e interrelaciónales como campos altamente significativos para la investigación e intervención; fructífera en sus logros y estimulada por el avance tecnológico de las aplicaciones informáticas y de la neuroimagen funcional, lo que está permitiendo progresar en el estudio del desarrollo psicológico y neuropsicológico típico y atípico.

Al menos parte de la psicología académica parece estar explícitamente embarcada en la necesaria recuperación y redefinición del objeto de la ciencia psicológica en torno a la subjetividad (Riba, 2006). Ciompi (2007) considera que este «giro emocional» viene a sustituir al «giro cognitivo de los 60», y a él contribuyen los hallazgos neurocientíficos relacionados con el funcionamiento neuropsicológico que están encontrando en desarrollos conceptuales surgidos del trabajo psicoterapéutico y de la observación clínica, un soporte teórico coherente.

Así pues, se encuentran sobre el tapete toda una serie de aportaciones y elaboraciones que desde diferentes posiciones, se dedican al estudio de la afectividad, de la mente y de sus capacidades más complejas como la mentalización y la simbolización, elementos claves del desarrollo individual, personal y social, la comunicación y las relaciones humanas. Estos conceptos, junto a los de emoción, sentimiento, imaginación, fantasía, toma de conciencia, intención, atribución, interpretación, comunicación, desarrollo relacional intra e interpersonal, experiencia, vivencia, etc., se redibujan como objetos de investigación y están pudiendo reincorporarse al discurso y flujo de generación de conocimiento, centrando la atención de muchos grupos de investigación evolutiva y clínica.

Aunque en ocasiones afloran a modo de piezas de puzzle en la publicación científica, también se atisban intentos y propuestas de integración buscando el encuentro con otras disciplinas científicas que, curiosamente, se muestran menos prejuiciosas a la hora de operar con nociones que han ocupado un lugar nuclear en la historia y desarrollo de la psicología y que habían sido repudiadas prácticamente del «saber» académico.

Ésa es la dirección en la que interesa avanzar con el propósito de delimitar y refrescar algunas «piezas del puzzle», partiendo eminentemente de un interés prác-tico y clínico. Un puzzle designado con el término Aprendizaje Relacional puesto que tal constructo permite quizá encuadrar las aportaciones realizadas al estudio de las emociones, de la comprensión de la mente y las habilidades mentalistas y de mentalización y de la matriz afectiva y relacional del desarrollo psicológico temprano, así como situar las contribuciones evolutivas y neurocientíficas que junto a las psicopatológicas conforman las referencias en que se apoya el Protocolo de Exploración Neuropsicológica del Aprendizaje Relacional-Infanto-Juvenil.

 

PSICOLOGÍA DE LAS EMOCIONES

Una rápida revisión, como apunta Pinillos (1975), evidencia que son los estoicos quiénes primero reparan en el estudio de las emociones al destacar el aspecto hedónico del deseo. Platón y Aristóteles vinculan las emociones con la sensitividad, la reacción corporal y la ética, de forma que consideran «buenas» aquellas emociones ligadas a un comportamiento moral y «malas» cuando resultan contrarias a los valores aceptados socialmente. Maimónides en el siglo XII, defiende que «las pasiones de la mente» producen cambios corporales evidentes para los demás.

Es a Kant a quien se atribuye la taxonomía en la que se añaden los sentimientos a los procesos apetitivos y cognitivos, considerándolos un estado de conciencia diferente del conocimiento, relacionado con experiencias de placer o desagrado. Posteriormente, también Descartes se refiere a las «commotiones sive pathemata» para designar la agitación del ánimo y las conmociones del cuerpo. Spinoza considera que los afectos incluyen los impulsos, las motivaciones, las emociones y los sentimientos. Pero es con el nacimiento del método científico cuando la emoción pasa a ser considerada como éticamente neutra y directamente relacionada con estados psicofisiológicos.

Ch. Darwin es quien pone de manifiesto la funcionalidad biológica de las emociones para la supervivencia. Tras sus observaciones de bebés, propone que el fenómeno emocional está relacionado con la expresión y que la expresión facial y corporal es el medio primario de la expresión emocional que puede ser observada en la interacción madre-hijo desde los primeros momentos. En «La Expresión de la Emoción en el Hombre y los Animales» (1872) sostiene que «los cambios en el cuerpo aparecen inmediatamente después de la percepción del acto emotivo y lo que sentimos al mismo tiempo que suceden los hechos, es la emoción». Identifica 8 emociones básicas e innatas en los seres humanos y animales: alegría, miedo, asco, malestar psicológico, interés, sorpresa, enfado/rabia y vergüenza, que después serán retomadas por Carold Izard en sus estudios. Con Darwin, los instintos se convierten en la explicación básica del comportamiento. Considera que la expresión emocional tiene un papel determinante en la comunicación de los miembros de una especie y que gracias a la experiencia y al aprendizaje, el sujeto y la especie se adaptan a un ambiente cambiante.

Poco después, W. James continúa insistiendo en la relación entre expresión emocional y reacción fisiológica. En el conocido artículo «¿Qué es la emoción?», publicado en la revista Mind en 1884, sostiene que los cambios fisiológicos no son una consecuencia o concomitancia de la experiencia afectiva, sino que la experiencia de tales cambios, es la emoción. El proceso se inicia, según James, con la percepción de algún hecho; continúa con los efectos somáticos involuntarios de tal percepción; y finaliza con la percepción de los cambios orgánicos. Una situación motiva una conducta fisiológica involuntaria cuya percepción es la experiencia emocional. Así queda definida su Teoría del feed-back visceral: los estímulos ambientales producen cambios corporales específicos que son identificados por el cerebro como una determinada emoción. Sostiene que los seres humanos nacen con múltiples instintos (en 1890, había listado 42) que se mantienen activos en tanto se generan hábitos de conducta necesarios.

Destaca así mismo, la capacidad humana de recrear una reacción emocional al recordar un momento vivido o un tema relacionado con ella, de forma que estímulos asociados a una emoción pueden provocar alteraciones fisiológicas específicas que suceden sincrónicamente a la expresión de una emoción determinada, hipotetizando, como el fisiólogo Lange, que «Sentimos pesar porque lloramos; ira, porque golpeamos; miedo porque temblamos» para evidenciar la función informativa de las emociones sobre la vivencia. Esta hipótesis motivó la proliferación de múltiples estudios psicológicos que correlacionan la percepción y discriminación emocional con variables fisiológicas, tomando como medidas de la emoción más utilizadas, las de tipo autonómico (conductividad dérmica, respiración, vasoconstricción, ritmo cardíaco, etc.).

S. Freud viene a revolucionar con su metapsicología las concepciones preexistentes sobre la emoción y la afectividad humana al delimitar los procesos del inconsciente. Concibe la emoción como un quantum fisiológico que cumple una doble función, alterar el organismo y ser sentida afectivamente. Entiende que la emoción penetra en la conciencia pero está relacionada con procesos inconscientes; es una experiencia consciente pero de valor intrapsíquico vinculado a la representación mental. Cuando la represión actúa sobre la idea, la emoción descarga la potencia del impulso. Y así, Freud abre la puerta a los estudios que relacionan las emociones con alteraciones de la personalidad y con los trastornos mentales.

El estudio de la afectividad y sus modalidades principales, los sentimientos y las emociones como contenidos de la conciencia, ocupa a W. Wundt (1897), quien propone que los estados emocionales se ordenan en un espacio que queda definido por dimensiones ortogonales e independientes que se acompañan de concomitancias somáticas específicas: agradable/desagradable y activado/calmado. Posteriormente introduce, tenso-relajado. Wundt (1902), entiende la emoción como un reflejo de la apercepción de forma que una impresión provocada por un acontecimiento o por la representación del mismo, tiene una traducción en la experiencia afectiva con una expresión psicofisiológica. Sin embargo, su propuesta mentalista no prospera en los laboratorios de investigación y queda relegada por la Teoría de James y Lange.

Perspectiva ésta última, que influirá en las observaciones de W. Watson (1919) en niños, sobre el miedo, la ira y el «amor». Entiende que las emociones son provocadas por estímulos (ruidos estrepitosos, limitación de libertad de movimientos o caricias) y define la emoción como un reflejo consistente en una pauta reactiva que incluye cambios somáticos, por lo que puede ser condicionada o extinguida. La emoción pasa a ser concebida por tanto, como conducta adquirida a través del aprendizaje. Un año después presenta junto a R. Rayner (1920), el caso del niño Albert en quien condicionan una respuesta de miedo, y con otra de sus ayudantes, M. C. Jones (1924), el caso de Peter en quien «contracondicionan» su miedo a los conejos, anticipando la terapia de reducción del miedo y las técnicas de modifi-cación de conducta.

Seguidor de los desarrollos de Darwin y retomando el concepto de medio interno organísmico de C. Bernard, W. B. Cannon aporta otra perspectiva en «Cambios somáticos en el dolor, el hambre, el mie-do y la furia» (1929). Plantea la hipótesis de que la emoción es una preparación del organismo para afrontar situaciones de emergencia. Critica la teoría de James y sitúa en el núcleo de su propuesta, el concepto de homeostasis; comemos para satisfacer el hambre gracias a mecanismos reguladores activados por impulsos homeostáticos que motivan la conducta cuyo fin es reestablecer el equilibrio en el organismo. Propone la teoría talámica, también llamada, de la emergencia, en la que sitúa al tálamo como el centro regulador de las emociones atribuyendo a la corteza, una función inhibitoria. El proceso que describe se iniciaría con un estímulo que actúa sobre los receptores periféricos que acti-varían las neuronas talámicas. Éstas enviarían la información a la musculatura y las vísceras, preparándose para actuar por un lado, y por otro a la corteza que respondería estimulando de nuevo al tálamo y generando así la experiencia emocional.

Desde la observación de casos, F.L. Goodenough (1932) publica la de en una niña sorda y ciega de nacimiento y con una edad de 10 años, que emite reacciones emocionales a estímulos con una expresión facial y gutural similares a la observable en niños normales, lo que pone en cuestión la idea de que la expresión emocional responde únicamente a procesos de aprendizaje.

Ese mismo año, K. Bridges (1932) presenta los resultados de la observación de 60 niños desde el primer mes de vida hasta los 5 años (fig. 1).

Los inicios de la investigación sobre el reconocimiento y expresión emocional se remontan a los trabajos de Schlosberg (1941) quien recurre a la escala diseñada por Woodworth (1922) para evaluar las expresiones emocionales y concluye que todas pueden entenderse como derivadas de dos dimensiones básicas definidas por la polaridad placer-displacer y rechazo-atención. En 1952 se basa en expresiones faciales para clasificar las expresiones emocionales de forma que cuanto más intensa, ocupará una posición más periférica (fig. 2).

En la misma época, también Amen (1941), constata a través de observaciones evolutivas, que la expresión diferenciada de cinco emociones (felicidad, tristeza, enfermedad, ira y miedo) es objetivable a los 4 años, y que a los 7 se observa un conocimiento más profundo y discriminado de forma generalizada en la población de tal edad.

Wenger (1948) relaciona afectividad y personalidad cuando factoriza múltiples medidas emocionales autonómicas, datos clínicos y de personalidad, localizando un factor homogéneo al que denomina «síndrome autonómico» que difiere significativamente en sujetos estables e inestables emocionalmente, conforme al factor neuroticismo que Eysenck (1970) aislará más tarde.

Pocos años después, M. Arnold (1960) recupera y apoya el concepto de emoción como tendencia de atracción o aversión hacia un objeto intuitivamente valorado como bueno o como malo, que se produce acompañada de una pauta de cambios fisiológicos de aproximación o evitación. Plantea que el proceso emocional se inicia con la percepción de una situación afectivamente neutra, que es evaluada en términos de bueno o malo, lo que provoca la experiencia afectiva o emoción de atracción o rechazo y que se expresa a través de pautas fisiológicas organizadas de apetencia o de rechazo, preparación y motivación de la acción.

Ya Leeper (1948) sostuvo que los procesos emocionales se diferencian entre sí y de otros procesos, por los efectos motivacionales, pero los considera subsidiarios de procesos cognitivos complejos. También Duffy (1962) sitúa la emoción como un extremo del continuum motivación, considerando que cualquier conducta responde a la activación entendida como intensidad, y a la dirección en términos de aproximación-evitación.

Schachter y Singer (1962) diseñan un experimento en el que administran epinefrina a sujetos que dividen posteriormente en dos grupos. A unos les informan de los efectos simpaticomiméticos de la sustancia y a otros no, constatando diferencias entre ambos grupos respecto a la interpretación de la experiencia afectiva. En base a estos resultados, lanzan la hipótesis de que el sistema cognitivo es el que interpreta la situación provocando la reacción del individuo y que estas habilidades cognitivas son las relevantes en la relación mente-cuerpo de la conducta emotiva; la cognición como determinante de la conducta y la emoción. Planteamiento apoyado en ese momento por R. Lazarus (1966) al entender la emoción como resultado de la valoración o evaluación previa. Años después, Lazarus (1999) precisa que la evaluación no es la causa de la emoción sino, en todo caso, parte del proceso. De hecho, postula entonces que el afrontamiento de la emoción no sólo requiere estrategias de autocontrol, sino que dependerá también de las metas y creencias del sujeto.

En 1978, P. Ekman y Friesen presentan el Sistema de Códigos de la Actividad Facial (FACS) y el test de las expresiones faciales. Sus investigaciones con distintos grupos étnicos, incluso con comunidades aisladas, permiten comprobar que la identificación y el reconocimiento de expresiones faciales emocionales es innato y universal, como postulara Darwin. Ekman (2003) considera que las emociones determinan la calidad de vida humana y propone la existencia de un «banco de datos de alerta emocional» que actuaría a través de una red neuronal (cell assembly) posibilitando el reconocimiento de emociones en los humanos. Sostiene que la expresión emocional se manifiesta corporalmente a través de grupos musculares específicos y describe un sistema de identificación emocional basado en indica-dores musculares no sólo diferentes sino específicos para cada una de las seis emociones básicas que estudia: alegría, tristeza, rabia/ira, miedo, disgusto y sorpresa. Y propone que la expresión facial y la voz son los componentes que más contribuyen al reconocimiento emocional exacto.

Posteriormente, Fox (2004) demuestra que los bebés de 12 meses y los adultos, discriminan la alegría, la tristeza o la sorpresa mediante la expresión de los labios; el miedo y el enfado, por la observación de los ojos; y las cejas. Y apunta que la discriminación emocional es previa al desarrollo de la detección de objetos.

De hecho, los canales de expresión emocional son mucho más complejos que no sólo los faciales y el tono de voz sino que incluyen la prosodia, el movimiento corporal, el color, otras reacciones psicofisiológicas, aspectos contextuales, etc. En este sentido, pueden resultar de interés los Sistemas de Análisis de Expresiones Faciales Automáticos (SAEFA) sobre sistemas inteligentes como los que desarrolla el Grupo de Algorítmica para la Visión Artificial y la Biometría (GAVAB) en la Universidad Rey Juan Carlos, con el objetivo de diferenciar y analizar mediante sistemas informáticos, aspectos perceptivos y de rasgos y movimientos faciales en el reconocimiento de expresiones, ya que ponen de manifiesto que las expresiones emocionales prototípicas como las utilizadas por Ekman y cols, son infrecuentes en la vida cotidiana. Estos análisis confirman la importancia de la detección y estimación de la pose, la orientación de la cabeza, el tamaño, la intensidad de la expresión facial, si éstas son deliberadas o espontáneas, el contexto y la complejidad de la escena, las transiciones entre expresiones, etc., en la identificación de emociones. Concluyen que la expresión emocional no es solamente facial sino que en ella intervienen múltiples factores comunicativos no verbales y contextuales, incluida la espontaneidad/intencionalidad.

Destacar la propuesta de C. Izard (1993) que estudia el fenómeno emocional con un intento de integración de tres perspectivas (neuronal, expresiva y experiencial), elaborando una teoría diferencial de las emociones a partir de las emociones primarias descritas por Darwin. Mediante diversos experimentos de laboratorio demuestra la correlación entre la conducta emocional y áreas cerebrales específicas como la corteza media prefrontal, el polo temporal y la corteza prefrontal ventrolateral derecha. Sus investigaciones avanzan también en el conocimiento del desarrollo evolutivo de las conductas emocionales, diferenciando entre Reconocimiento, identificación e interpretación en otros y en sí mismo; Expresión; y Modificación de estados emocionales. Planteamiento que late en los estudios sobre inteligencia emocional.

PJ. Lang (1995) en su Teoría Bifásica de la emoción retoma el interés motivacional al sostener que las emociones se organizan en dos sistemas motivacionales del cerebro que responde adaptativamente a la estimulación ambiental conforme dos tipos básicos de respuesta: apetencia-rechazo. Entiende que todas las emociones, expresadas o encubiertas, están determinadas por el sistema motivacional predominante del sujeto y pueden clasificarse conforme a dos dimensiones bipolares. Denomina «valencia afectiva» a la primera dimensión de su modelo bipolar, en este caso, placer-apetencia o displacer-rechazo. La segunda dimensión es el «arousal» o nivel de intensidad de la activación, cuyos polos define como calma o excitación.

Sus estudios sobre el análisis de los índices psicofisiológicos, conductuales y cog-nitivos de la dimensión «valencia afecti-va» a través de la respuesta emocional a imá-genes siguen siendo complementados mediante el IAPS (International Affective Picture Systems) también por investigadores españoles como Moltó y cols (1999), Vila y cols (2001) o Sánchez-Navarro y cols (2008).

Interesa por otro lado, la diferenciación entre emociones primarias y secundarias. Villanueva y cols (2000) señalan que la investigación ha prestado mayor interés al estudio de las emociones primarias y menos a aquellas que requieren de un conocimiento personal y experiencia relacional para su emergencia, por lo que su aparición evolutiva no es innata sino más tardía; las emociones secundarias.

A este respecto, García y Silbis (2006) apuntan que las primarias (miedo, ira, tristeza y alegría) son universales, tienen una raíz claramente biológica resultado de múltiples procesos de selección filogenética y se disparan de forma refleja ante el estímulo activador, mientras que las secundarias precisan de una intervención cultural para su emergencia. Las primeras estarían vinculadas al hemisferio derecho y las segundas, dependientes de aspectos relacionales que involucran al lenguaje, con el izquierdo. La carga innata de un individuo modulada por las experiencias y aprendizajes tendrán como resultado el perfil emocional individual.

Bennet y Mathews (2000) precisan que las emociones secundarias provienen de una conciencia de evaluación por par-te de los otros, una conciencia de que al transgredir las normas sociales se es percibido como «inepto» o inadecuado. Y Harris (1992) las relaciona con la responsabilidad personal y la deseabilidad (necesidad de ser deseable —aceptado y valorado— por los otros) de forma que la vergüenza, la culpa o el orgullo resultan de una construcción interpersonal vinculada con la adquisición de normas, valores y creencias, a la vez que desempeñarán un importante papel en la regulación de las relaciones tanto sociales como intra e interpersonales, incluso previniendo conductas desadaptadas.

La proveniencia etimológica del término emoción, e- (hacia el exterior) y moción (movimiento), señala Filliozat (1999), se asocia con un movimiento que emerge del interior para expresarse en el exterior, con un contenido comunicacional dirigido tanto a los otros como al sujeto mismo, en relación a la «conciencia de ser». «El sentimiento de sí mismo reposa en la consciencia de las propias emociones».

 

LA VINCULACIÓN TEMPRANA COMO BASE AFECTIVA

El psicoanálisis y su iniciador, S. Freud, ha sido el primero en dirigir la mirada hacia el estudio del aparato mental y su funcionamiento, de la afectividad y las vinculaciones tempranas y en destacar la trascendencia de las relaciones interpersonales tempranas y significativas en la constitución del self y el desarrollo de la personalidad. En palabras de Jaak Panksepp (2000): «A través del siglo veinte, el psicoanálisis fue una de las primeras ciencias sociales que reconoció las corrientes emocionales más profundas de la mente humana».

Bowlby (1969) sienta las bases de la teoría del apego, incorporada por la psicología evolutiva y clínica como uno de los paradigmas prometedores para el estudio de las relaciones humanas en la medida en que posibilita el estudio empírico de la capacidad y tendencia de las personas a establecer lazos afectivos desde los primeros momentos de vida. Por tanto, aporta luz al estudio de las primeras relaciones y al de la hipótesis de que un mal establecimiento o desarrollo del vínculo temprano puede generar riesgo de aparición de trastornos de la personalidad u otros trastornos psicopatológicos en etapas evolu-tivas posteriores. Incluso al estudio de la repercusión de las vinculaciones tempranas sobre la construcción y el desarrollo cognitivo y neuropsicológico.

La adaptación de las personas al mecanismo de apego lleva a considerarlo como un sistema de base biológica común con la especie animal, que garantiza al neonato la proximidad de otro ser humano a quien discrimina y prefiere sobre lo inanimado, que le provee de cuidados y de la protección y seguridad necesarias para el crecimiento y la exploración autónoma. Por tanto, Bowlby sostiene que el ser humano vive desde el nacimiento hasta la muerte, en un contexto interpersonal e intersubjetivo en el que se desarrolla el apego, primero con sus padres y progresivamente con otros sujetos con quienes constituye relaciones de afiliación con fuerte carga afectiva y de reciprocidad.

El sistema de apego se encuentra supeditado a requerimientos biológicos de supervivencia física y psicológica. Se trata de un mecanismo preprogramado que activa toda una gama de comportamientos posibilitando la vinculación bebé-madre, con el objetivo biológico de proveer de la proximidad, protección y seguridad que permita la exploración de lo desconocido. No es aprendido, sino innato y fruto de la selección natural.

El interés principal de Bowlby se centra en el estudio de las necesidades del bebé para su crecimiento y desarrollo y considera que las necesidades físicas aseguran la supervivencia somática pero que sin la atención a las necesidades afectivas, el bebé no puede organizarse como persona. Entiende que en la naturaleza y desarrollo del vínculo temprano, el vínculo de apego diádico y el de grupo o red, son igualmente necesarios y complementarios. Y sitúa como necesidades psicológicas básicas, las de contacto, presencia, disponibilidad y protección emocional, considerando que las relaciones de afiliación implican una fuerte reciprocidad y están mediadas por un complejo conjunto de representaciones y significaciones.

La «respuesta sensible» y empática de la madre es un importante organizador psicológico que incluye captar las señales del bebé, interpretar adecuadamente sus estados mentales, necesidades y deseos y responder con la suficiente premura y de forma conveniente para apoyarlo en el logro de estados mentales positivos y en la progresiva promoción de la autonomía. La atribución de significado implica procesos complejos tanto afectivos como cognitivos y es considerada la base para el sentimiento de integración del self, la emergencia del yo y el desarrollo de la personalidad, de la autoestima y de la capacidad de establecer relaciones afectivas, cooperativas y recíprocas.

Bowlby considera que las experiencias relacionales tempranas promueven la generación de representaciones acerca de la calidad de las mismas y que éstas actúan como organizadores del mundo intrapsíquico propio y de hecho, múltiples investigaciones en la actualidad apoyan esta hipótesis. Plantea que los modos de interacción temprana tienden a convertirse en estructuras internas, los Modelos Operativos Internos (MOI) concebidos como sistemas o mapas representacionales, esquemas o guiones que el niño forja sobre sí mismo y sobre su entorno y que posi-bilitan la organización de la experiencia subjetiva, cognitiva y adaptativa. Permiten percibir los acontecimientos, interpretar la información, atribuirle significado, reorganizarla, imaginar y pronosticar el futuro, la construcción de planes, la predicción de nuevas posibilidades y aportaciones y de las posibles consecuencias de la acción relacional a desarrollar.

Los MOI referentes a uno mismo se relacionan básicamente con la capacidad de ser amado, aceptado y apreciado (autoestima) como un sujeto único y diferente de forma continuada en el tiempo. Señala Marrone (2001) que los MOI «...proporcionan reglas para la dirección y organización de la atención y la memoria, (...y) tienen influencia sobre la organización del pensamiento y del lenguaje».

El mecanismo de apego puede concebirse como un diálogo, como un movimiento de ida y vuelta en el que cada cual, bebé y madre, incita y modifica al otro a través de la interacción de señales y conductas que se producen de manera sincronizada ya que la madre responde gracias a su empatía y capacidad de cuidar y satisfacer al bebé, con comportamientos como el acoplamiento corporal, la cercanía visual, habla y miradas, entonación, reiteración, estímulos sonoros, calor, etc. Comportamientos del bebé como las señales comunicativas de gestos, sonrisas, llantos, la preferencia por estímulos sociales visuales y auditivos, el acoplamiento corporal, etc., se entienden fruto de una búsqueda activa con la que inducir y mantener la proximidad y el cuidado de la madre a quien discrimina gracias a sus capacidades perceptivas. La repetición de los cuidados, permite al bebé el reconocimiento y la consolidación de una realidad física y de una realidad psíquica.

Hace tiempo que señalara Ajuriaguerra que los bebés nacen con un «equipo básico» y con una capacidad preprogramada para el establecimiento de relaciones que precisará del entorno para evolucionar y organizarse; un potencial biológico que determina algunos rasgos temperamentales y experiencias intrauterinas y perinatales. La madre posee también una serie de experiencias prenatales del bebé y una serie de fantasías, lo mismo que el padre, del recién nacido, de sí misma, del otro progenitor, etc. El funcionamiento psicológico de los cuidadores es bastante más complejo que el del neonato de forma que tres aspectos del comportamiento maternal tendrán particular importancia en los primeros tiempos de vida: la intensidad y la cronología de sus conductas y la forma en que se expresa con el bebé.

La calidad del apego dependerá también, siguiendo a Belda (2007) de una serie de factores tanto del neonato como de los cuidadores y su entorno. Como aspectos propios del niño/a destaca el temperamento, prematuridad, lesiones cerebrales, discapacidades físicas y mentales, a los que añadiríamos, complicaciones en el período intrauterino y perinatal. Y como aquellos referidos a la madre y su entorno, la sensibilidad, red de apoyo social, nivel socioeconómico, relaciones de pareja, ambiente laboral, trastornos psicopatológicos, personalidad y número de hijos. Aguilar (2008) apunta así mismo que una depresión materna, un padre ausente, la falta de soporte familiar y social, el rechazo parental, la presencia de vulnerabilidades genéticas o lesiones neurológicas, traumatismos físicos o psíquicos tempranos así como de rasgos temperamentales tales como la intolerancia a la frustración, pueden comportar un fracaso de la función de contención materna (capacidad de percibir el malestar, la ansiedad, el dolor u otro estado mental del niño y devolvérselo transformado en más benigno, tolerable y sostenedor del desarrollo mental y la vinculación afectiva, como la describiera Bion en 1962).

Schore (2000) destaca que las experiencias y vinculaciones tempranas se inscriben en el hemisferio derecho, de maduración más precoz y dominante durante al menos los 3 primeros años de vida. En él, considera que se ubica el sistema afectivo básico implicado en la modulación de las emociones primarias y su dominancia se manifiesta en las expresiones emocionales faciales, los gestos espontáneos y la comunicación emocional espontánea no-verbal que influyen en la relación de apego. Destaca que el proceso de auto-orga-nización cerebral a lo largo del desarrollo se inicia y evoluciona en el contexto de la relación interpersonal y la vinculación afectiva; de hemisferio derecho a hemisferio derecho.

El concepto de vínculo hace referencia al lazo afectivo que emerge entre dos personas y que genera un marco de confianza en el otro y en la vida y un contexto de comunicación y desarrollo. La vinculación temprana será el resultado del mecanismo de apego primario y de la experiencia interactiva y recíproca entre el bebé y las personas significativas por el que se establece ese vínculo afectivo que unirá definitivamente al bebé y las figuras parentales, preservándole del temor y la ansiedad e invitando a la exploración gradual del entorno y lo desconocido, con un lugar seguro al que volver.

La díada relacional se establece con la participación conjunta de la madre y el hijo/a. «La díada es siempre una triangulación» madre-padre-hijo, señala Dolto (1988), quien sostiene que desde la etapa fetal, la madre es «bivocal»; de hecho percibe mejor la voz del padre que la materna. Dolto apunta que para el feto y el bebé, existe una madre cuya voz se percibe con menos nitidez por la tonalidad aguda y otra que se distingue mejor, la voz del padre. Si además éste participa de los cuidados, la «madre» es para el bebé «bicéfala». De cualquier manera, el padre siempre ocupa un lugar destacado para él, (si bien precisará que la madre le transmita lo importante que el padre es para ella). Tanto la madre engloba y representa al padre como éste engloba y la representa a ella, formando una «entidad desdoblable».

Dolto destaca la importancia de la intimidad de la tríada madre-lactante-padre en el establecimiento del vínculo simbólico postnatal, puesto que la articulación se establece por la experiencia corporal de plenitud y satisfacción que recibe en su organismo el bebé cuando coge, por ejemplo, en presencia de la madre y del padre, el pecho rebosante y con él, la confirmación de su derecho a vivir en un presente abierto al futuro. El lactante puede entonces vigorizarse sintiendo que su madre es su recurso afectivo y el padre, el recurso afectivo de ella, de forma que los tres quedan vinculados genética y afectivamente. Cada uno es «responsable» respecto de los otros dos. Y de la tríada inicial, se genera una tríada de parejas. Pero aún el fenómeno es harto más complejo, Fava (2007) entiende el sistema padres-hijo/a como un sistema biológico-fantasmático-afectivo-relacional, desconocido todavía en muchos de sus elementos y de sus interacciones.

El proceso de vinculación temprana viene pues, mediado por determinados mecanismos, afectos, vínculos, comportamientos y representaciones mentales. La vinculación es el resultado de un proceso para el que es precisa la existencia de interacciones privilegiadas satisfactorias, placenteras, rítmicas, asimétricas, específicas y cambiantes, así como de procesos afectivos y cognitivos como la intencionalidad, el reconocimiento de sí mismo, o el descubrimiento de la permanencia del objeto. Permite por tanto, el desarrollo personal en la medida en que contiene, metaboliza y resuelve vivencias de malestar y viabiliza la maduración relacional.

Palacio Espasa (2006) destaca como requisitos para el establecimiento de un vínculo saludable, la solidez del mismo (que provea de una base segura de cuidados, protección y respuesta adecuada a sus iniciativas y necesidades, prestando atención a los estados emocionales y afectivos a los que el bebé está muy atento y con una capacidad innata de imitación y una tendencia a compartirlos; actuando como referencia en sus relaciones con el mundo circundante) y la suavidad, de forma que permita interacciones con el entorno que faciliten la autonomía. Sitúa el objetivo del desarrollo, precisamente en permitir la autonomía preservando los vínculos sólidos y suaves con las personas significativas.

Como señalan García y cols (2008), para la maduración emocional y su progresiva diferenciación de los otros en la infancia es precisa la presencia de «...una base segura, que le permita explorar el mundo, afrontar sus miedos, inseguridades y odio desde la confianza, en tanto que cuenta incondicionalmente, con alguien que le acepta como es y le quiere, una figura a la que puede acudir en busca de protección, en momentos de aflicción y pena. (...) Si falla el vínculo, el niño no madura emocionalmente, se confunde entre los deseos de los demás y los propios, entre sus límites y el exterior. (...) Cada individuo, en su desarrollo, tiene sus propios modelos, sus mapas, que activan sus esquemas con los que funciona de forma individual y única, en las interacciones. Éstos han sido formados mediante el molde materno quien guió el juego de crecimiento de unas neuronas y la muerte y poda de otras».

Este grupo resume las principales funciones psicológicas que vendrán condicionadas por la estructuración de estas vinculaciones tempranas:

  • Sentimiento básico de confianza en la vida, el mundo y sí-mismo.

  • Regulación emocional.

  • Regulación de los niveles de estimulación y tensión y capacidad de modu-lación de impulsos.

  • Desarrollo cognitivo y de funciones mentales y neuropsicológicas, incluyendo las habilidades mentalistas, representacionales y simbólicas, las habilidades «meta-» y las capacidades de autoevaluación.

  • Las relaciones de objeto intra e interpersonales.

  • Los modelos operativos internos para el manejo de las mismas.

Como resultado de los procesos de vinculación temprana y mediante sus investigaciones con la prueba de la situación extraña que permite la observación de la reacción a la separación y reencuentro con la figura materna, M. Ainsworth y cols (1978) diferencian distintos modos de vinculación temprana que serán modificados posteriormente por M. Main y cols (1985) (tabla I).

El grupo de Bartholomew y Horowitz (1991) retoma esta idea de Bowlby de que los modelos tempranos de apego condicionan la idea de sí mismo y de los otros, organizando tipos de vinculación que persisten en los adultos conforme los modelos operativos internos son positivos o negativos (tabla II).

Es en el contexto relacional del apego seguro donde Fonagy (1997) entiende que se desarrolla la función reflexiva (término que prefiere al de teoría de la mente), entendida como la capacidad de reflexionar sobre temas personales e interpersonales y entender a los demás. Función que implica capacidad para evaluar adecuadamente la realidad, diferenciando entre lo interno y lo externo, de forma que el individuo puede predecir las consecuencias de los sucesos interpersonales al atribuir ideas y sentimientos al otro y puede observar y predecir su conducta y las interacciones con mayor autonomía y seguridad.

Cherro y Trenchi (2007) insisten también en que las relaciones objetales tempranas son las que posibilitan al bebé re-equiparse con un sistema que le permita la comprensión de los estados mentales de los otros y de sí mismo gracias a la empatía, el apego seguro, la función reflexiva y la resistencia o fortaleza emocional.

 

INTELIGENCIA EMOCIONAL

Tirapu y cols (2007) recuerda que Thordinke en 1920, definía la inteligencia social como la capacidad de percibir los propios estados mentales y los de otros para actuar de forma optimizada. Y señala que el concepto de inteligencia emocional y social en la actualidad, podría recoger las siguientes competencias:

  • Capacidad de ser conscientes y de expresar las emociones propias.

  • Habilidad de ser conscientes de las emociones y sentimientos de los otros y de establecer relaciones interpersonales.

  • Capacidad para regular los estados emocionales.

  • Resolución de problemas de naturaleza personal e interpersonal.

  • Capacidad de interactuar con el entorno para generar emociones «positivas» que sirvan como auto motivadoras.

La prolífica investigación que viene desarrollándose en los últimos veinte años en torno al constructo Inteligencia Emocional se articula en tres modelos predominantes (Fernández-Berrocal y Extremera, 2006). A saber: el modelo de Goleman, el de inteligencia emocional-social de Bar-On y el modelo de habilidad de inteligencia emocional de Mayer y Salovey, cuyas características diferenciales quedan destacadas por Aladren (2007) en la tabla III.

El grupo de Mayer y Salovey se apoya en la teoría de la emoción de James-Lange y en el modelo de dos factores de Schachter y Singer, tomando en consideración la activación fisiológica, la evaluación cognitiva y la emoción entendida ésta como la experiencia resultante de una interacción entre actividad fisiológica y cognitiva. Como recoge Aladren, Mayer y Gasche (1988) abordan el estudio de la experiencia emocional en base a la experiencia directa y la experiencia de nivel meta (reflexiva o meta-estado emocional) y concluyen que las emociones pueden representarse por las dimensiones agradable/desagradable y activado/calmado, aunque desde el punto de vista de la experiencia, el contenido de la emoción puede dividirse en los subdominios físico, emocional y cognitivo, describiendo en cada uno de ellos dicha bipolaridad que toman de Wundt.

Mayer y Salovey (1997) entienden que la inteligencia emocional «... implica la capacidad de percibir con precisión, evaluar y expresar la emoción; la capacidad para acceder y/o generar sentimientos cuando ellos faciliten el pensamiento; la capacidad de comprender emociones y conocimiento emocional; y la capacidad de regular emociones para promover el crecimiento emocional e intelectual». Supone pues, un procesamiento de información emocional muy saturado cognitivamente, una zona en la que converge emoción y actividad cognitiva consciente e intencional por lo que cabe estudiar competencias en términos de criterios de actuación.

Determinan 3 niveles de procesamiento en la regulación emocional.

  • Nivel no consciente

Se produce al margen del conocimiento consciente, ya sea por operar a un nivel neurológico inaccesible a la conciencia, por ser automatizado y no atendido, o por otras razones.

Consideran la posibilidad de que la construcción de emociones en este nivel ocurra por combinaciones biológicamente programadas de experiencia fisiológica y reacciones cognitivas en las que también estaría implicada la historia temprana de reforzamiento. Entienden que las mutuas implicaciones entre la disposición fisiológica y la historia de aprendizaje pueden conformarse mediante las transacciones emocionales establecidas desde el nacimiento a lo largo del desarrollo.

Las reacciones emocionales implican valoraciones automáticas del entorno con escasas cogniciones reguladoras, por lo que las valoran más en términos de adaptación que de inteligencia. De hecho, reconocen en este nivel vías de regulación no consciente de la emoción como los mecanismos de defensa que, al menos en algunos casos, pueden haberse originado como estrategias conscientes de regulación que se han convertido después en no conscientes por la intervención de mecanismos de repetición y/o automatización.

Hipotetizan que el conocimiento consciente de algunas de las defensas for-madas junto con estrategias saturadas cognitiva o intencionalmente permitirían su modificación.

  • Nivel de baja conciencia

Conocimiento (pensamientos, auto instrucciones, etc.) consciente y fugaz, sólo atendido de forma periférica, no ensayado y con poca probabilidad de ser recordado.

  • Nivel de alta conciencia

Se trata del nivel reflexivo o meta que implica una auto-observación amplia y pensamientos acerca de uno mismo; requiere atención y con probabilidad podría ser recordado. Implica activi-dad cognitiva intencional y extensa, tanto en recursos como en tiempo, tendente a comprender, definir y realzar la emoción.

 

El reconocimiento y regulación de los afectos y en concreto, el de las emociones propias, así como la identificación e interpretación de los estados emocionales ajenos, forman parte de la complejidad de recursos que posibilitan una comprensión y adaptación al medio humano y externo. «...la complejidad que entrañan las comunicaciones humanas, las sucesivas y múltiples intuiciones y/o inferencias que se realizan en cada actividad interpersonal exige de nosotros una serie de competencias que nos permitan penetrar en los mundos mentales ajenos y propios» (Valdez, 2006).

Efectivamente, permiten comprender la conducta propia y «de los otros, anticiparla y coordinarla de forma coherente con nuestra propia conducta», como apuntan Rodríguez Guzmán y cols, y considerar que uno y otros actuamos guiados por deseos, creencias, intenciones y representaciones y que uno mismo y los otros poseemos un universo afectivo y experiencial diverso. Y así, en última instancia, permiten organizar el mundo interno y externo y vivir en relación.

NOTA

Las referencias bibliográficas se consignarán al final del último artículo.

 

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