Informaciones Psiquiátricas - Tercer trimestre 2006. Número 185

Psicobiografía de Fernando VII

 

Luis Mínguez Martín

Psiquiatra.

Complejo Hospitalario San Luis-HHSCJ. Palencia.

 

Recepción: 12-07-05 / Aceptación: 24-11-05

 

RESUMEN

Fernando VII (1784-1833) reinó en una época convulsa, en el tránsito entre el Antiguo Régimen y la Edad Contemporánea. Durante su reinado, asistiremos a una guerra por la independencia del país, a la reinstauración del absolutismo tras las Cortes de Cádiz (el Sexenio Absolutista), a la vuelta del liberalismo (el Trienio Liberal) y a un nuevo regreso al absolutismo (la Ominosa Década). Entretanto, las colonias americanas se emancipan y una galopante crisis económica se extiende por el país.

En el presente trabajo intentaremos estudiar el perfil psicológico del monarca a partir de los datos proporcionados por la historiografía. Entronizado en vida de su padre (1808), la Corona acabó poco después en manos de José I Bonaparte. Durante su forzado exilio francés (1808-1814) el pueblo fue forjando el mito de el deseado, crédito que dilapidaría a lo largo de su reinado. De ideología indiscutiblemente absolutista, no dudó en perseguir

a los liberales (a pesar de que hubieran combatido por él en la Guerra de la Independencia) pero tampoco en actuar como monarca constitucional cuando las circunstancias así lo aconsejaron. Volvió en cuanto pudo al absolutismo y a la represión antiliberal, pero al final de su reinado suavizará ambos para garantizar la sucesión en la persona de su hija Isabel.

Encanto superficial, labia y una actitud seductora y acomodaticia se combinaron en el monarca con el desprecio hacia los derechos y sentimientos de los demás, el cinismo y el engaño, la mentira y la manipulación, la falta de responsabilidad social y de sentimientos de culpa y los mecanismos proyectivos. Ello nos permite plantear que el perfil de personalidad del monarca correspondería a lo que hoy llamamos, en términos psiquiátricos, personalidad disocial, antisocial o psicopática.

Palabras clave

Fernando VII, personalidad, absolutismo, liberalismo.

 

ABSTRACT

Fernando the VIIth (1784-1833) reigned along a convulse epoch, in the chan-ge between the Old and the Modern Times. During his reign a lot of different facts take place such as: a war against the French, the reinstatement of absolute monarchy after Cádiz Parliament (the «Sexenio Absolutista»), the return of liberalism (the «Trienio Liberal»), and a new return to absolute monarchy (the «Ominosa Década»). Meanwhile, american colonies became independent countries and an important economic crisis expanded all over the nation.

In this work the king’s psychological profile is studied from historical data. He took the crown in life of his father (1808), but the throne immediately went to José Bonaparte (José the Ist). During his french exile (1808-1814), spaniards built the myth of el deseado (the wished king) that would be squandered along his reign. The absolute king prosecuted liberals (although they had fighted for him in the Spanish War) but he also acted as a constitutional monarch when circumstances advised to do so. He came back to repression and absolute monarchy when he was able to, but he again moderated the regimen at the end of his time to grant the throne for his daughter Isabel.

Fernando himself combined superficial charm and a seductive and accommodating attitude with scorn to people’s rights, cynicism, lies, manipulations, projective psychological mechanisms and a lack of guilt feelings and social responsibility. According to all these data, the king’s personality profile may be characterized, in nowadays psychiatric nosology, as an antisocial or psychopathic one.

Key words

Fernando the VIIth, personality, absolute monarchy, liberalism.

 

1. BIOGRAFÍA

La biografía de cualquier personaje histórico hemos de encuadrarla en su contexto histórico para intentar evitar anacronismos en su interpretación. Por motivos de espacio no podemos desarrollar aquí esta cuestión, de la que se ofrece un breve resumen en la tabla I.

 

1.1. La familia

Respecto al padre de Fernando VII, Carlos IV (1748-1819), quizá lo que más destaca es que estuvo muy influido por su favorito Manuel Godoy (1767-1851) y por su mujer Maria Luisa (1731-1819). Impuso una vida sencilla en la Corte, acorde con la propia indolencia y bondad de su carácter. Poco instruido y escasamente inteligente para las tareas de gobierno, estaba preocupado sobre todo por la caza y la salvación de su alma1. Lady Holland, que lo conoció en 1803-1804 con motivo de su viaje a España lo describía como «hombre robusto, de buen humor, cortés»2. Sufría, sin embargo, inoportunos accesos de cólera mientras que era incapaz de mostrarse firme y enérgico cuando la situación lo requería3.

Su madre era, sin embargo, mucho más despierta, enérgica y ambiciosa, siendo calificada por sus enemigos como egoísta, hipócrita, dominada por las pasiones y viciosa1. Fue una auténtica enamorada del poder que, cuando a los doce años se supo prometida del rey de España, obligó a su hermano Fernando a tratarla como princesa heredera3. Introdujo en la Corte algunas costumbres que parecían escandalosas: vestidos a la última moda de París, salía sola o acompañada de sus damas a pasear por las calles de Madrid y frecuentaba la compañía de jóvenes de la Guardia Real. La relación más escandalosa de su vida fue con Godoy: el encuentro entre ambos se produjo en 1788, cuando el joven guardia de corps se cayó del caballo mientras escoltaba a los reyes en el camino de La Granja a Segovia. La consiguiente amistad de María Luisa y la meteórica carrera del extremeño dieron origen a que las habladurías de una supuesta relación entre ambos corrieran como la pólvora por palacio. Estas habladurías, nunca confirmadas, sin duda predispusieron al príncipe Fernando contra Godoy, pero lo sorprendente fue la actitud de Carlos IV, quien también desarrolló una estrecha amistad con su valido2.

Fernando fue el noveno hijo de los catorce que tuvieron Carlos IV y María Luisa de Parma. Ocho de sus hermanos murieron tempranamente. Durante su juventud estuvo estrechamente ligado a su hermano menor, el infante Carlos María Isidro, pero su actitud respecto a la sucesión al trono acabarían por alejarlo de él al final de su reinado.

En cuanto al entorno en que vivía el futuro rey, hemos de comentar que la Corte se desenvolvía en un ambiente de cierto lujo y notables dispendios. La Familia Real residía en el Palacio Real de Madrid y, durante la época estival y en ocasiones señaladas, se trasladaban al Palacio de Aranjuez, El Escorial o la Granja de San Ildefonso. Sin embargo, como afirma el marqués de Villaurrutia, «...Al amparo de una severísima etiqueta palatina, reinaba el más profundo tedio»2.

1.2. Infancia y adolescencia

Nadie duda de que la infancia supone un periodo clave en el desarrollo de la personalidad del individuo. Si bien la personalidad podría estar basada en la estructura genética, su modulación correría sin duda a cargo del aprendizaje y de las experiencias cognitivas y afectivas en los primeros años del desarrollo. Es posible que hasta la juventud, la modulación ambiental se mantenga bastante activa, adquiriendo una importancia especial en etapas cruciales del desarrollo, como el periodo de socialización básico (entrada en la edad escolar) y el periodo de asunción progresiva de los sistemas de valores (que culmina en el acceso a la madurez)4. Según Freud en la etapa comprendida entre los 6 y 11 años se forma el Superyó, estructura psíquica de la mente responsable del desarrollo moral y ético, incluida la conciencia, y a partir de los 12 años se finalizaría el desorrollo psicosexual, apareciendo la capacidad de verdadera intimidad. Pero no sólo según el psicoanálisis, también los cognitivistas (Piaget) dan gran importancia a estos periodos, correspondientes a la fase concreta (7-11 años), durante la cual aparecería el pensamiento lógico (relaciones de causa-efecto) y la capacidad de adoptar el punto de vista del otro, y a la fase formal (desde los 12 años al final de la adolescencia) en la que se desarrolla el razonamiento hipotético-deductivo5.

¿Cómo fue la infancia y adolescencia de Fernando? De él conocemos su salud y educación. Vamos a hablar someramente de las mismas.

La salud

Fernando nació en el Escorial el 14 de octubre de 1784, bautizándosele con el nombre del rey santo. Sus padres, preocupados extraordinariamente por la salud del neonato, se mostraron muy cuidadosos a la hora de escoger ama de cría3. Al parecer, se crió sano durante la lactancia, pero durante los primeros años de su vida creció como un niño débil y enfermizo. Cuando sólo contaba cuatro años debutó lo que sus cuidadores llamaron carácter melancólico, probablemente una anemia provocada por una inadecuada alimentación3. Su gravedad llegó a ser tan extrema que su madre hizo la promesa de viajar hasta Sevilla para postrarse ante el sepulcro de Fernando III el Santo si el infante superaba la crisis. Así fue y el viaje de la Familia Real se efectuó a principios de 1796. Fernando no dejó de tener nunca una delicada salud y esta propensión a la enfermedad (padeció gota desde su juventud) habría ejercido una notable influencia en su carácter. No desarrolló una fina sensibilidad, no mostraba fácilmente sus sentimientos en público, apenas reía y hablaba poco. Además su crueldad se ponía de manifiesto regocijándose en dar muerte a pajaritos en sus manos2.

A su enfermiza constitución hemos de unir que era el heredero de la Corona. Por ambos motivos, durante sus primeros años muy probablemente se erigiera en el centro de atención familiar (acabamos de ver que sus padres llegan a peregrinar hasta Sevilla para proteger su salud). Sin embargo, Godoy aparece en la Corte cuando el príncipe tenía 9 años. A partir de ahora, Fernando no sólo tendrá que competir con sus hermanos para atraer la atención de su madre, sino también con el valido y supuesto amante de ésta. Godoy se convertirá así en rival en el amor de la madre y, andando el tiempo, en rival político, ante la posibilidad (verdadera o no) de que le arrebatara el trono3.

Hasta que punto el binomio mala salud y conflictiva familiar influyeron en el desarrollo del carácter de Fernando es una incógnita, pero necesariamente son factores a tener en cuenta.

La educación

Su educación fue encomendada primero al padre Fernando Scio, religioso de la Orden de San José de Calasanz, y, después, al obispo de Orihuela, Francisco Xavier Cabrera. Hay quien acusa a la reina y a Godoy de haber mantenido a Fernando alejado del mundo, por lo que el heredero habría tenido que atenerse a las revelaciones de los criados sobre las intrigas de la Corte2.

El canónigo Juan Escoiquiz fue nombrado preceptor del príncipe de Asturias en 1795, cuando éste tenía 11 años. Si en un principio utilizó su capacidad de seducción para ganarse a Godoy, pronto se enfrentaría con él, revelándose como un hombre intrigante y ambicioso, cuyo propósito era el de ganarse la confianza del príncipe para escalar los peldaños del poder2. En Escoiquiz se ha visto al auténtico forjador del carácter desconfiado y avieso del futuro rey a quien habría convertido en un niño receloso, cauto, frío y reservado3.

Las actividades de Fernando estaban sujetas a una firme disciplina: se levantaba a las 6.00 horas para rezar el Te Deum, a las 7.00 horas tenía clase de latinidad, a las 8.00 horas desayunaba y, a continuación, recibía clase de historia y, después, escuchaba misa. A las 10.15 horas acudía a clase de baile y, acto seguido, marchaba a visitar a los reyes en sus estancias. Desde las 12.15 horas a 14.15 horas comía y jugaba o dormía un poco la siesta. De 14.15 horas a 15.00 horas era el momento del estudio y, a continuación, podía pasear (generalmente con su hermano Carlos) durante dos horas. A las 17.00 horas visitaba de nuevo a sus padres y, después de merendar, estudiaba Gramática. A las 19.00 horas era el momento de las oraciones y a las 21.00 horas cenaba y se acostaba posteriormente. Sin embargo, no parece que esta disciplina le llevase a formarse en el orden y en la curiosidad intelectual. Fernando nunca destacó por la altura de su pensamiento ni por su sólida formación. Desarrolló aficiones mundanas y prefería el trato con la gente ordinaria que con los intelectuales. Una de sus grandes pasiones fueron los toros (de hecho, la escuela de tauromaquia de Sevilla, la primera de este tipo, se fundó para satisfacer al monarca). A pesar de todo, amaba la música, le gustaba la pintura y era aficionado a la lectura2. Poseía una importante biblioteca (presidida por la Enciclopedia de D’Alembert), gustaba de realizar experimentos de física y química, era un aceptable dibujante e, incluso, traducía obras del francés3.

El primer contacto con la política lo tuvo tempranamente Fernando a instancias de su preceptor, quien propuso a Carlos IV que permitiese a su hijo asistir a los Consejos. El rey se dio cuenta de la ambición del canónigo (que criticaba a Godoy e intentaba ocupar su puesto tras la primera caída de éste en 1798) y lo nombró canónigo en Toledo para alejarlo de la Corte. Escoiquiz nunca perdonó a los reyes esta medida y continuó manteniendo contacto con el príncipe heredero e influyendo notablemente sobre su voluntad2.

1.3. La historia afectiva

Fernando se casó cuatro veces. El primer matrimonio fue con la princesa María Antonia de Nápoles (1786-1806). Luciano Bonaparte insinuó a Godoy la posibilidad de optar a la mano de la princesa Isabel. Carlos IV se escandalizó y, para no emparentar con los hijos de la Revolución, concertó las bodas de sus hijos: Isabel con el heredero de la Corona de Nápoles (el futuro Francisco I) y Fernando con la hermana de éste, María Antonia. La ceremonia nupcial se celebró en Barcelona el 4 de octubre de 1802, siendo los festejos espectaculares. María Antonia de Nápoles era una mujer de genio vivo y de carácter orgulloso, no estando en modo alguno, exenta de atractivo. Sin embargo, la relación matrimonial con Fernando no fue satisfactoria en un principio: sabemos por la correspondencia familiar que el Príncipe de Asturias no mantuvo relaciones carnales con su esposa hasta pasado un año de la boda2. Esta circunstancia llegó a preocupar seriamente a su suegra María Carolina, quien a los nueve meses de la boda escribía: «un marido tonto, ocioso, monstruoso, envilecido, solapado y ni siquiera hombre físicamente». La disfunción sexual del príncipe se ha atribuido a un presunto retraso hormonal, el cual explicaría tanto que no se afeitara su primera barba hasta mayo de 1803 (casi un año después de la boda) como que su desarrollo sexual estuviera retardado. En cualquier caso, las consecuencias físicas de esta disfunción no tuvieron mayor interés, aunque la repercusión psicológica hubo de ser mucho mayor pues el hecho era conocido en la Cortes de media Europa3. Sin embargo, el matrimonio acabó por ser consumado y la pareja comenzó a relacionarse satisfactoriamente. La princesa, inteligente, culta y políticamente instruida, fue abriendo a Fernando nuevas perspectivas políticas1. María Antonia, al igual que la Corte de Nápoles, era fiel aliada de Inglaterra y enemiga irreconciliable de Napoleón. Se convirtió así en un elemento disidente que contribuyó a acentuar la tensión que ya existía entre Fernando y sus padres. Sin embargo, su salud era frágil. Cayó enferma en 1803 y tuvo que marchar a la Granja para reponerse, sufrió 2 abortos en 1804 y 1805 y acabó muriendo de tuberculosis al año siguiente, en 18062. Para desgracia de Godoy, el rumor popular afirmaba que había sido envenenada por la mano asesina del valido, inducida por la reina1.

Fernando hubo de esperar a que terminase la Guerra de la Independencia para afrontar su segundo matrimonio. En 1816 se casó con la princesa portuguesa Isabel de Braganza (1797-1818), hija de su hermana Carlota Joaquina y, por tanto, sobrina suya. Con motivo del enlace se concedió un indulto general mediante el cual quedaban en libertad todos los presos, con excepción de los reos de crímenes de lesa majestad. También se permitía el regreso de los desterrados que no hubieran incurrido en delitos semejantes. Isabel de Braganza no era muy agraciada físicamente (Madrid la recibió con un cartel en las puertas de palacio que decía: «Fea, pobre y portuguesa. ¡Chúpate esa...!»). Sin embargo, poseía gracia, dulzura y amabilidad de carácter. Parece ser que la reina ejerció una influencia si no política, sí humanitaria en el monarca. La atención que Fernando prestaba a Isabel era escasa: sus salidas de palacio en pos de aventuras amorosas eran de sobra conocidas. En una ocasión, la reina fue alertada de una de éstas por el propio infante D. Carlos. Esperó hasta el regreso de su marido y le espetó: «Me he desengañado por mi propia: viene usted de casa de su querida: sea enhorabuena». El rey le contestó con destemplanza y se enfrentó con su hermano al darse cuenta de que el delator había sido él. Sólo la mediación de la esposa del infante, D.a María Francisca de Braganza evitó que el enfrentamiento llegara a las manos. Isabel murió en 1818, a causa de una cesárea mal practicada en que tampoco pudo salvarse a su hija. Fernando, que tan poca atención le había prestado en vida, se sintió profundamente afectado2.

El rey contrajo matrimonio por tercera vez con María Josefa Amalia de Sajonia (1801-1829). Los esponsales tuvieron lugar en 1819 y la joven princesa se puso inmediatamente en marcha hacia España. Fernando, encantado con el matrimonio (su nueva esposa era bastante más hermosa que su antecesora), fue recibiendo una efusiva correspondencia en que el rey se mostraba tierno y afectuoso: «Pepita de mi corazón... ansiando el momento de verte y abrazarte», «Si tú quieres darme gusto en todo, como me dices, puedes estar segura que haré de mi parte para complacerte y darte gusto». y, por último, «Quiero que en las cartas que me escribas pongas en el sobre al rey mi muy querido esposo, porque has de saber que yo tengo un corazón franco y que en público me gusta la etiqueta pero en particular la aborrezco»3. Sin embargo, en la noche de bodas, la fogosidad sexual del rey chocó con la estricta formación cristiana de la reina, quien, presa del pánico, no pudo evi-tar orinarse en el lecho ante la furia de su marido. Sólo la intermediación del Papa pudo conseguir que las relaciones entre los dos cónyuges llegaran a normalizarse3.

María Josefa murió prematuramente en 1829, dejando sin sucesión a la Corona, lo que abría el camino para que el trono recayese en el infante D. Carlos. Sin embargo, Fernando manifestó su deseo de contraer matrimonio por cuarta vez2; eso sí, cuando le propusieron un nuevo enlace con otra princesa alemana, exclamó: «¡No más rosarios ni versitos, coño!»3. Y es que María Josefa, además de religiosa era aficionada a la poesía.

El cuarto matrimonio fue con María Cristina de Borbón (1806-1878), hija de su hermana Isabela y del rey de Nápoles. Es indiscutible que ella fue el gran amor de su vida. Fernando era en 1829 un hombre avejentado, con la gota impidiéndole hacer vida normal, y su joven sobrina le permitió recuperar la ilusión. Habiéndola conocido sólo mediante una miniatura, ya en sus primeras cartas se muestra enamorado, abundando los calificativos como «paloma mía», «pimpollo mío», «azucena de los Pirineos» o las frases impacientes del estilo a «...el momento de llegar a los brazos de un esposo que te adora y de tu Fernando que se muere por ti». Según va cogiendo confianza con ella, las expresiones cambian y la llama «resalada» y «gachona», llegando incluso a escribirle el 30 de noviembre de 1829: «Es mucho el fuego que tienes. ¡Cáspita, que novia tan buena que tengo!... no sabes lo bueno y dulce que es el matrimonio cuando se unen los que se quieren mucho; después me lo dirás»3.

Según Villaurrutia, «...la princesa tenía una docilidad espontánea para seguir los consejos de las personas que daban cierta garantía de acierto... Su genio era alegre..., intercalando frecuentemente en la conversación frases y agudezas que sin esfuerzo alguno brotaban de sus labios». Su carácter y su belleza explican la rápida influencia que ganó sobre Fernando. A los 10 meses, en 1830, Fernando fue padre de una hija, la futura Isabel II, y dos años después, en 1832, nació otra niña, Luisa Fernanda2. Durante la tórpida enfermedad del monarca, la reina le atendió con esmero, sin moverse de su lado, donde, vestida con humilde hábito hizo de solícita enfermera6.

1.4. La historia social

A Fernando VII se le ha atribuido la formación de una camarilla de amigos que habrían influido notablemente en las decisiones políticas y cuyo único vínculo era su relación personal con el monarca. Entre ellos destacan el duque de Alagón, que en cuatro días fue ascendido de guardia de corps a duque de Alagón, grande de España. Sus méritos eran la seducción de damas de la Corte, disponer del tesoro público y acompañar al rey en sus salidas nocturnas. Otro de los amigos, Chamorro, había entrado en la servidumbre de palacio cuando Fernando era un joven príncipe, destacando enseguida por su lenguaje populachero y su comicidad. Dada la natural tendencia del monarca a conectar con los personajes del bajo pueblo, el criado pasó pronto a integrarse en el círculo de sus íntimos. Sin embargo, posiblemente el amigo que más influencia tenía sobre el rey era el embajador ruso Tatischeff, «integrante, osado y sin escrúpulos», según Villaurrutia. Parece que fue clara su implicación en los asuntos oficiales y que, en gran medida, contribuyó a dirigir la política exterior española2.

Como vemos, esta camarilla no destacaba precisamente por sus méritos. Ahora bien, parece que sabían adular al rey, incluso haciéndole creer que era un campeón del juego del billar, de donde procede el dicho: «Así se las ponían a Fernando VII», referido a la colocación de las bolas para que el monarca se luciera con carambolas fáciles7.

Sin embargo, todos estos personajes eran muy diferentes y pensar que pudieran actuar conjuntamente parece extraño. Además Fernando VII no solía dejarse manejar fácilmente dada su terquedad habitual. En cualquier caso, las habladurías sobre la camarilla se centraron solamente en la primera parte del reinado.

1.5. La historia política

De príncipe conspirador a Rey de España en un día

Fernando tenía sólo nueve años cuando, en 1792, apareció Godoy en la Corte. Su creciente influencia sobre los reyes contribuyó a generar una desconfianza cada vez mayor en el ánimo del heredero, desconfianza que pronto se tornaría en odio2.

Godoy intentó controlar a Fernando mediante el nombramiento de sus educadores, quienes tenían dos características: solían ser religiosos y fieles al valido. Paradójicamente, será don Juan Escoiquiz quien más contribuya a sembrar la desconfianza del heredero ante Godoy. En colaboración con su esposa María Antonia rodeó a Fernando de un grupo de fieles, el llamado partido fernandino. Este grupo estaba compuesto por un sector de la nobleza que veía en el Príncipe de Asturias a la persona indicada para hundir a Godoy. Postergado, resentido contra él y presentado como víctima inocente constituía el caudillo ideal para integrar el descontento frente al valido. El grupo difundió el rumor de que la reina y su amante (Godoy) estaban conjurando para eliminar a Fernando y convertirse en soberanos tras la muerte de Carlos IV8.

Con la desaparición de María Antonia, Escoiquiz se hizo con el liderazgo del grupo fernandino y le confirió inusitados bríos, difundiendo el bulo de que la princesa había sido envenenada. Necesitaban un mártir y ya lo tenían3. Fernando se vio así apoyado por los grandes y deseado por el pueblo.

La muerte de su esposa permitió un acercamiento del heredero del trono español a Napoleón, mediante la posibilidad de un nuevo matrimonio con una prince-sa de la familia Bonaparte. El partido fernandino no tendría inconveniente en pactar con el emperador si ello le permitía desplazar al Príncipe de la Paz. Fernando escribió a Napoleón en octubre de 1807, intentando enfrentarlo con Godoy y pidiéndole la mano de una princesa de su familia2. Fernando demuestra aquí que no tiene el más mínimo pudor de humillarse ante el emperador con tal de lograr sus propósitos (esto es su protección para conseguir el poder frente a quienes lo mantienen apartado en la Corte). Políticamente, esto suponía la supeditación de los problemas internos de la nación a la voluntad de un árbitro ambicioso y sin escrúpulos.

El 27 de octubre de 1807 se firma el Tratado de Fontainebleau, con la consecuencia de que las tropas francesas entran en España supuestamente hacia Portugal. Ese mismo día, estando la Corte en El Escorial, Carlos IV recibió un anónimo en el que se denunciaba al Príncipe de Asturias como autor de una conjura contra sus padres. El rey se personó de improviso en las estancias de su hijo y encontró papeles que le comprometían. Parece ser que Fernando temía sinceramente que la ambición del favorito le llevara a pretender ceñir la Corona. Se mandó arrestar al Príncipe de Asturias, a Escoiquiz y al duque del Infantado. Fernando fue llamado a declarar ante un tribunal y, atemorizado, delató a cuantos habían intervenido (Escoiquiz y el duque del Infantado, entre otros), habló de los documentos firmados y relató su correspondencia con el emperador3. Sus acusaciones ponen de manifiesto de nuevo la mezquindad, falta de lealtad y cobardía del heredero que no tenía inconveniente en traicionar a sus partidarios cuando la situación se tornaba adversa. Pero, por si esto fuera poco, Fernando dirigió sendos escritos a sus padres pidiéndoles humildemente perdón, perdón que consiguió y, además, ganó popularidad al quedar como víctima inocente en vez de como autor de la conspiración2.

Godoy empezó a temer que el objetivo de Napoleón fuera desplazar del trono a los Borbones españoles. Propuso así la salida de la Familia Real de Aranjuez para dirigirse a Andalucía y, desde allí, embarcar para América si la situación empeoraba. Los socios de Fernando difundieron el rumor de un supuesto secuestro de la familia real por parte del valido, y la noche del 17 de marzo de 1808 encabezaron una revuelta contra éste8. Se había iniciado el motín de Aranjuez, durante el cual la multitud se movilizó para increpar a Godoy y ensañarse con él. Tras haber pasado dos noches escondido, fue descubierto y Fernando, enviado por su padre, hubo de mezclarse con las gentes para asegurarles que sería juzgado y conseguir que fuese conducido hasta el cuartel de la guardia de corps. Posteriormente hizo que trajesen al reo a su presencia y, según el propio Godoy, tras un silencio, el príncipe le dijo: «Yo te perdono la vida». Godoy le preguntó: «Vuestra alteza, ¿es ya rey?», a lo que el heredero respondió: «Todavía no, pero lo seré muy pronto»2. Efectivamente así fue: el 19 de marzo de 1808 Carlos IV, desmoralizado y temiendo por la vida de su favorito, abdicó a favor de Fernando8. Por primera vez en la Historia de España, un rey era desplazado del trono por las intrigas de su propio hijo y por un motín popular.

De Rey de España a prisionero del Emperador

En aquellos momentos tenía gran importancia para Fernando conseguir el apoyo de Napoleón, llegando a entregarle en solemne ceremonia la espada de Francis-co I (ganada en la batalla de Pavía por Carlos V) con objeto de satisfacer los deseos del emperador2. Vemos aquí, de nuevo, a un Fernando VII que se rebaja a límites insospechados para afianzar su poder, llegando a entregar un símbolo del orgullo patrio al futuro enemigo.

Ante esta situación, Napoleón envió al general Savary para que asegurara a Fernando que estaba dispuesto a reconocerlo como rey de España, indicándole que había salido de París con destino a Madrid y que sería muy grato un encuentro entre ambos en el camino. Fernando decidió emprender viaje, pero ante la tardanza en encontrar al emperador, el consejo Real decidió no pasar de Vitoria. Fue el propio rey quien decidió seguir adelante llegando hasta Bayona.

Por otro lado, Napoleón llamó a los padres de Fernando, quienes no opusieron resistencia en acudir a Bayona ya que en El Escorial se sentían poco seguros. Aquí Napoleón instó a Carlos a que solicitase de su hijo la devolución de la Corona, demanda a la que éste se resistió en un principio. Su actitud cambió rápidamente y entregó la Corona a su padre tras la intervención del propio Napoleón quien amenazó con tratarle como rebelde. A cambio, Fernando recibía el reconocimiento de alteza real, una finca en Normandía y 400.000 francos de renta, aunque por el momento debía alojarse en el castillo Valençay3, propiedad de Charles de Talleyrand, en compañía de su hermano Carlos y su tío Antonio. Ante el temor de Napoleón por la posible fuga de sus prisioneros, el mismo Talleyrand le convenció de que Fernando se mostraba conforme con su situación. De hecho, el barón de Colly fue enviado por el gobierno inglés para preparar la fuga, pero el propio Fernando denunció el plan al gobernador del castillo2. Y no sólo eso, también envió una carta de felicitación a Napoleón cuando éste instaló en el trono a su hermano José3. El emperador hizo reproducir en el periódico Le Moniteur las cartas que Fernando le dirigía para dar a conocer públicamente sus sentimientos, pero ni siquiera esta vejación pareció ofenderle sino que se apresuró a agradecer a Napoleón que hubiese dado a conocer al mundo el amor que le profesaba2.

Entretanto, en España, absolutistas y liberales estaban unidos contra los franceses9, los primeros con el propósito del restablecimiento del absolutismo y los segundos para conseguir la inauguración de una monarquía constitucional. Pero ambos luchando por su rey.

En el tratado de Valençay (11 de diciembre de 1813) se convenía la paz y la amistad entre Fernando VII y sus sucesores y el emperador y sus sucesores y se reconocía a Fernando como rey de España y de las Indias. El monarca era liberado y se comprometía a proteger los intereses de aquellos españoles que habían sido afectos al régimen napoleónico.

De nuevo Rey y Rey absoluto

En su itinerario de regreso, Fernando entró en contacto tanto con españoles que habían sido prisioneros de los franceses como con colaboradores de José Bonaparte. A todos les hizo entender que les acogería en España con generosidad.

Sin embargo, contando con el apoyo del general Elío, al día siguiente de su entrada en Madrid (13 de mayo de 1814), Fernando declaró «nulos y de ningún valor ni efecto» la Constitución y los decretos de las Cortes y reo de lesa majestad a quien tratase de restablecerlos2, 6. El monarca había designado nuevos capitanes generales con la orden expresa de detener a los constitucionales más destacados. Se desató pues una caza sistemática de liberales, que fueron arrestados junto a los afrancesados3. Los civiles fueron enviados a presidios africanos y los sacerdotes internados en monasterios. La monarquía, más que ser un árbitro por encima del pueblo, favorecía a una parte del mismo8. Ello supuso que, a lo largo de este periodo, hubiera diversas conspiraciones liberales que acabaron en la ejecución de los cabecillas aunque hubieran sido héroes de la Guerra de la Independencia2, 6. Como vemos, la cobardía de Fernando VII que, al parecer, se vio muy afectado por estos hechos, no fue obstáculo para desencadenar una cruel y dura represión frente a quienes, al fin y al cabo, habían combatido por él en el pasado.

De Rey absoluto a Rey constitucional

En 1820 triunfó la Revolución liberal, merced al pronunciamiento de Riego en Las Cabezas de San Juan. El 7 de marzo de ese año, Fernando VII capituló ante el liberalismo y reiteró que su decisión de jurar la Constitución había sido «espontánea y libre»2. Conociendo sus reaccionarias ideas, lo cierto es que estos actos reflejan un comportamiento cobarde e interesado con tal de mantener el poder. Pero, por si esto fuera poco, Fernando tampoco ayudaría a los absolutistas represaliados que le habían apoyado hasta el momento. El general Elío, uno de los principales valedores del Rey en su etapa anterior, fue apresado en Valencia y le pidió ayuda. Fernando no sólo no se la proporcionó, sino que incluso manifestó que le parecían prudentes las razones que se habían alegado para su detención. Elío fue ejecutado el 4 de setiembre de 18222. La falta de apego y afecto por sus incondicionales cuando así le convenía quedaba de nuevo demostrada.

El 30 de junio de 1822 cuatro batallones de la Guardia Real se sublevaron contra el gobierno constitucional y, con el pretexto de los insultos sufridos, marcharon al El Pardo. Parece clara la implicación de Fernando VII en estos incidentes. De hecho, el 6 de julio mandó llamar a palacio a todos los ministros y cerró las puertas del mismo para no dejarlos salir6. El Marqués de las Amarillas le señaló la injusticia de tenerlos allí presos, pero inmediatamente le contestó «Presos no... Los ministros no están presos pero no pueden salir de palacio». Era la tozudez, la cerrazón característica de Fernando, la cual le impedía ceder3. Paradójicamente, después del fracaso de la intentona, los liberales moderados tuvieron que dejar paso al liberalismo exaltado que se hizo con el poder. Este hecho sembró la alarma de las principales potencias europeas. Por su parte, Fernando VII había pedido ayuda en varias ocasiones a su tío Luis XVIII, prometiéndole a cambio el establecimiento de unas Cortes estamentales y la promulgación de una Carta similar a la francesa, así como sustanciosas ventajas en el comercio con América. Los Cien Mil Hijos de San Luis, al mando del duque de Angulema atravesaron el Bidasoa el 7 de abril de 1823. La campaña fue rápida y eficaz. Las Cortes se trasladaron a Sevilla con el rey y, de aquí, se propuso un nuevo traslado a Cádiz. Fernando VII se negó y, a causa de ello, fue declarado en estado de locura, nombrándose una Regencia2. Por fin el rey accedió al traslado y, ya en Cádiz, se le devolvió su «aptitud mental» para gobernar, cesando la Regencia en sus funciones. Su incapacidad le duró sólo cuatro días. No sería ni la primera ni la última vez que la locura se utilizaba para conseguir fines políticos.

Las tropas liberales no podían enfrentarse con éxito a las del duque de Angulema, por lo que parlamentaron con el monarca y éste dio su palabra de olvidar el pasado a cambio de ser liberado. Así se hizo y el 1 de octubre pudo presentarse ante Angulema en el Puerto de Santa María. Con ello se iniciaba una nueva restauración de la Monarquía Absoluta.

Rey absoluto otra vez (la Década Ominosa)

Desde el Puerto de Santa María, Fernando VII emprendió viaje a Madrid. Su odio a los liberales era tal que, mediante decreto, prohibió a cualquier español que hubiese ocupado el escaño de diputado en las dos últimas legislaturas o desempeñado algún cargo importante en la administración constitucional, que se acercase a menos de cinco leguas de donde transitara el cortejo real2.

El rey decretó la muerte de los principales liberales, aunque muchos se vieron salvados por la intervención del comandante francés. Riego, sin embargo, fue llevado preso a Madrid, condenado y humillantemente arrastrado para su ejecución en un serón tirado por un burro8. Tampoco pudieron librarse ni el héroe de la Guerra de la Independencia Juan Martín Díaz El Empecinado, que moría ahorcado en Roa de Duero porque su arrepentimiento no era lo suficientemente manifiesto, ni la hermosa viuda granadina Mariana Pineda, ajusticiada por bordar una bandera liberal3. El liberalismo iba a sufrir otra vez una persecución sin cuartel hasta el punto de que la Santa Alianza se mostró alarmada. Luis XVIII recomendó a Fernando que moderase el gobierno y que tomara medidas liberalizadoras3. El embajador extraordinario del zar, conde Pozzo di Borgo, fue enviado a Madrid y, con el apoyo de otros dos diplomáticos, logró la destitución de Víctor Sáez, responsable principal de la línea dura. En diciembre de 1823 se formó así un gobierno más moderado2.

La inseguridad de Fernando VII, a pesar de las medidas tomadas para prevenir una posible vuelta de los liberales, hacía aconsejable la permanencia del ejército francés. Esta presencia y la moderada postura de Zea Bermúdez al frente de la Secretaría de Estado propiciaron el fracaso del absolutismo más extremista. Apareció así una oposición ultrarrealista que encontró su líder en el príncipe D. Carlos, hermano de Fernando. En 1826-1827 los carlistas se sublevaron en Cataluña (movimiento de los malcontents, a quienes se sumaron los campesinos afectados por las dificultades económicas), pero acabaron por ser pacificados2.

A consecuencia de la Revolución de 1830, la Monarquía de los Borbones cayó en Francia y los exiliados liberales españoles llevaron a cabo un intento de invasión capitaneado por Espoz y Mina. También desde Gibraltar se producirían otras intentonas que fueron abortadas y los prisioneros generalmente fusilados. No obstante, su esfuerzo no fue vano, el absolutismo se debilitó y facilitó la vía pactista por ambas partes. Ha de reconocerse que en sus últimos diez años de reinado, Fernando VII se mostró más abierto y aceptó algunas reformas, de tal forma que este periodo jugaría un papel de tránsito entre el Antiguo Régimen y el Estado liberal2.

Tras la muerte de su tercera esposa, María Amalia de Sajonia, en 1829, el achacoso Fernando VII abrigaba pocas esperanzas de obtener descendencia. La Corona correspondería así a su hermano Carlos. Sin embargo, el Rey decidió casarse de nuevo con su sobrina María Cristina de Borbón y Borbón. La boda se celebró el 9 de diciembre de 1829 en Aranjuez. Unos meses más tarde el gobierno publicó una Pragmática Sanción suprimiendo la Ley Sálica, introducida por el primer Borbón Felipe V y la cual había sustituido el orden tradicional de la sucesión española al trono (establecida en el Código de la siete partidas de Alfonso X, que permitía el acceso de las mujeres al trono en caso de no existir heredero varón)3.

En 1830 nacía la princesa Isabel y en 1832 su hermana Luisa Fernanda, quedando así asegurada la sucesión directa a la Corona, en contra de los partidarios del infante D. Carlos. Sin embargo, sin el consentimiento de éste era más que previsible el estallido de una guerra civil2.

En setiembre de 1932, estando en La Granja, la enfermedad del Rey se agravó y firmó un decreto autorizando a la reina a despachar los asuntos de Estado. María Cristina intentó un acercamiento a su cuñado, pero éste mostró una actitud poco positiva. Los ministros Calomarde y Alcudia pusieron tan negra la situación a la reina que ésta, atemorizada por la posibilidad de una guerra civil si defendía a ultranza los derechos de su hija, aceptó proceder a la derogación de la Pragmática. El 18 de setiembre presentaba a su marido el decreto correspondiente para su firma. Sin embargo, contra todo pronóstico, Fernando salió de la crisis y se dio cuenta de lo ocurrido. Los ministros del Gabinete fueron sustituidos y Calomarde desterrado. El nuevo gobierno, presidido por Zea Bermúdez, no era precisamente liberal, pero sí reformista. Además, el rey anuló el decreto del 18 de setiembre2, 6, atribuyendo a quienes le rodeaban la culpa de este nuevo cambio de parecer y presentándose como víctima de «hombres desleales» y de la enfermedad. Estamos otra vez ante un ejemplo de lo que llamamos mecanismos proyectivos o componente atribucional externo.

El 29 de setiembre de 1833 moría Fernando VII de un fuerte ataque de apoplejía y el 3 de octubre fue enterrado en el panteón de El Escorial, tras celebrar solemnes exequias2. Madrid desfiló ante sus restos, pero las muestras de dolor se simultanearon con pasquines que hablaban de su doblez e hipocresía3.

 

2. INTERPRETACIÓN PSICOLÓGICA Y APROXIMACIÓN DIAGNÓSTICA

La mayoría de las publicaciones biográficas, aunque no sean especialmente críticas, hacen referencia a la actitud represiva del monarca frente a los liberales y a su carácter mezquino, desconfiado y hasta rastrero, siendo difícil encontrar algún estudio en que su figura genere la más mínima simpatía2. Carlos Seco señala como clave de la personalidad del Rey «la imposibilidad de descansar jamás en la seguridad de un afecto sincero, la desconfianza y el recelo nunca vencidos»2. Otros adjetivos con los que se le ha calificado han sido: vil, falto de escrúpulos, rencoroso, miserable, taimado, abyecto y felón10. Más acerado aún es el juicio de don Gregorio Marañón6:

«Pocas vidas humanas producen mayor repulsión que la de aquel traidor integral, sin asomos de responsabilidad y de conciencia, ni humana ni egregia; y, por añadidura, para agravar sus culpas, no estúpido como sus hermanos, sino, ya que no inteligente, avispado».

No obstante, la historia reciente considera a Fernando VII simplemente como un rey con escasa capacidad para enfrentarse a los tiempos en los que le tocó reinar2.

2.1. Sobre la inteligencia del rey

Antes de hablar del rey, vaya por delante que ninguna función psicológica ha tenido tantas definiciones como la inteligencia. Mencionaremos la del alemán William Stern, realizada a comienzos del siglo XX, quien la concibe como: «la capacidad general del individuo para ajustar-adaptar conscientemente su pensamiento a nuevas exigencias: una capacidad de adaptación mental general a nuevos deberes y condiciones de vida»11. En este sentido, los déficits de inteligencia cursarían con una baja capacidad adaptativa a las progresivas exigencias evolutivas de la vida en campos como la comunicación, el cuidado personal, la vida doméstica, las habilidades sociales e interpersonales, las habilidades académicas (el aprendizaje de la lecto-escritura o las matemáticas, por ejemplo) y las laborales, entre otros aspectos.

En este sentido, es evidente que Fernando VII no posee déficit alguno de inteligencia. Como dijo un historiador liberal decimonónico, «pudo ser todo cuanto se quiera menos imbécil»12. En ningún documento se registra que tuviera problemas de comunicación o aprendizaje, sino al contrario, disfruta de la lectura y de la música. Su habilidad social e interpersonal parece realmente buena: aunque falso, es muy sociable (tiene su camarilla de amigos, se hace querer por el pueblo, le gustan los toros y las fiestas, con sus esposas mantiene una aceptable relación a pesar de sus infidelidades y desplantes, etc.). Por otro lado, su capacidad adaptativa a las circunstancias desfavorables está fuera de toda duda (otra cosa es que el país pague las consecuencias). Pongamos algunos ejemplos: a pesar de que su propio padre le pilla «in fraganti» conspirando contra él (conspiración de El Escorial), es capaz de salvarse sibilinamente; cambia su corona por un exilio «dorado» en Valençay; conserva su puesto jurando la Constitución de 1812; se acerca a los moderados cuando precisa apoyos frente a su hermano Carlos y un largo etcétera. Estos comportamientos requieren unos recursos de adaptación que un deficiente mental es absolutamente incapaz de desarrollar.

Discusión diferente sería plantear que el rey no era una persona muy inteligente. Es evidente que no entendió el cambio de los tiempos en que le tocó vivir, mostrando una actitud rígida y conservadora, poco abierta a la evolución y al progreso. De él se ha dicho acertadamente que era listo, lo que le permitía resolver pequeños problemas y salir de las dificultades inmediatas, pero no inteligente ya que no supo comprender los graves problemas del país13. En esta misma línea, hemos de recordar aquí que Marañón le califica de «ya que no inteligente, avispado»6.

En cualquier caso, no es la inteligencia el aspecto más llamativo psicológicamente en Fernando VII. Vamos a centrarnos en su personalidad.

2.2. Sobre la personalidad del rey

¿Qué es la personalidad?

Para la psiquiatría la personalidad ha supuesto un desafío constante. Quizá pueda definirse como la configuración estable y predecible de la totalidad de los patrones de comportamiento, los cuales son evidentes en la vida corriente. Se diagnosticará un trastorno de personalidad cuando dicho patrón exceda los límites del rango de variación observable en la mayoría de los individuos y cuando los rasgos de la personalidad se tornen rígidos e inadaptados y produzcan deterioros funcionales y malestar subjetivo14. Estamos, por tan-to, ante una diferenciación prácticamente cuantitativa entre lo «patológico» y lo «normal».

Los trastornos de la personalidad han sido considerados desde diferentes pun-tos de vista. Por ejemplo, en 1867 Henry Maudsley señalaba: «Muchas personas que no pueden ser llamadas locas, sin embargo presentan lo que puede llamarse un temperamento anormal que se manifiesta en la disposición a presentar súbitos caprichos en su pensamiento, en su conducta o en sus sentimientos». Kurt Schneider distinguía entre personalidades anormales y personalidades psicopáticas, negando a estos últimos la consideración de enfermedades y el estigma y la protección que este concepto conlleva4.

La posición tradicional de la psiquiatría ha sido buscar un sustrato neurobiológico que explique las variantes del comportamiento. Actualmente se cree que la personalidad podría estar basada en la estructura genética del sujeto, pero su modulación correría a cargo de los procesos de aprendizaje y de las experiencias cognitivas y afectivas en los primeros años del desarrollo. Hasta la juventud, la modulación ambiental se mantendría muy activa y adquiriría especial relevancia en etapas cruciales del desarrollo, entre las que cabe destacar el periodo de socialización básico (entrada en la edad escolar) y el periodo de asunción progresiva de los sistemas de valores (que culmina en el acceso a la madurez). Esta perspectiva permitiría distinguir las estructuras con gran carga genética (que corresponderían a las anormalidades muy graves, como los psicópatas) de los desarrollos anormales de la personalidad (desviaciones más leves), en los cuales los elementos biográficos serían decisivos4.

Cuando realizamos una aproximación psicológica a un personaje que vivió hace 200 años hemos de intentar no caer en el anacronismo o, al menos, saber que estamos cayendo en él al aplicar descripciones semiológicas y criterios diagnósticos actuales a una figura histórica. Para ello, es preciso tener en cuenta que la educación y el ambiente modulador de la personalidad eran totalmente distintos a los actuales. Esto es lógico pues necesariamente tenían que estar acordes con los valores del momento (y era de estos valores diferentes de los que el «yo» del sujeto se apropiaba).

Los trastornos de personalidad hoy día

Las actuales clasificaciones internacionales de las enfermedades mentales se centran en afirmar las características de estabilidad y arraigo de pautas de pensamiento, sentimiento y conducta típicos del modo de adaptación y estilo de vida de cada persona. La CIE-10 utiliza la «estabilidad» y la «larga duración» como criterio diagnóstico de los trastornos de personalidad15. La DSM, por su parte, menciona un «patrón permanente de experiencia interna y de comportamiento» y la «persistencia» e «inflexibilidad» de dicho patrón16. En ambos casos, es preciso que las pautas de comportamiento del sujeto se desvíen de las expectativas de la cultura en que está inmerso. Es decir, hablamos de trastorno de personalidad cuando el patrón de comportamiento del sujeto se convierte en desadaptativo, lo que ocasiona problemas para el propio individuo y/o el entorno. Como ya hemos comentado, lo desadaptativo o no de dicho patrón no deja de ser una diferencia cuantitativa con respecto a la personalidad considerada «normal», la cual también tiene sus rasgos.

Y es importante señalar que no todas las personas con unos rasgos acentuados de personalidad (llamémoslo trastorno o no) tienen porqué estar desadaptadas. Por ejemplo, el trastorno psicopático (disocial o antisocial) de personalidad, que es el que nos va a ocupar, se ha descrito en personas aparentemente tan integradas como ciertos jefes. Eso sí, constituirían jefes con un perfil acosador hacia sus subordinados y que se caracterizarían por ser seductores, manipuladores, mentirosos, fríos y calculadores (con actitudes y conductas premeditadas), violentos, agresivos y con ausencia de remordimientos17.

En cualquier caso, es preciso señalar que cuando hablamos de personalidad (patológica o no), estamos hablando de «ser» de una determinada manera frente al «estar» enfermo de un deprimido, de un esquizofrénico o de un diabético, por ejemplo.

La personalidad de Fernando VII

Con todo lo que llevamos visto hasta ahora, podemos afirmar que los rasgos de personalidad del monarca se encuadrarían en la línea antisocial. Dicho esto, vamos ahora a analizar las características de la personalidad antisocial en relación al comportamiento de Fernando (véase tabla II).

 

 

El desprecio y la violación de los derechos y sentimientos de los demás se ve reflejado, por ejemplo, en la violación de los derechos de su padre, encabezando la conspiración de El Escorial para derrocarle. Si tenemos en cuenta que Carlos IV es rey absoluto, que ocupa el trono por derecho nada menos que divino, y que en la monarquía española no existía tradición ninguna de conspirar contra el rey, este acto supone una falta de escrúpulos inmensa. Desprecia también los derechos no sólo de aquellos que se han posicionado contra él sino también de quienes lucharon por su causa, lo que se hace patente en la ruptura del tratado de Valençay (por el que comprometía a respetar a los afrancesados y a los liberales) y, por último, desprecia los sentimientos de sus esposas con su conducta sexualmente licenciosa y, sobre todo, poco discreta (lo que es especialmente evidente en el caso de Isabel de Braganza).

La transgresión de las reglas o normas sociales apropiadas para la edad se suele manifestar en la agresión y crueldad hacia personas o animales. Respecto a su agresividad, siempre demostrada hacia personas en inferioridad de condiciones, podemos poner el ejemplo del comportamiento del rey hacia María Antonia de Nápoles en una ocasión en que ésta quiso retirarse a sus habitaciones después de comer. La obligó a quedarse tomándola bruscamente del brazo y diciendo en el más zafio de los estilos: «Aquí soy yo el amo; tienes que obedecer, y si no te gusta, te vuelves a tu tierra, que no seré yo quien lo sienta»3. También hemos de recordar la agresividad demostrada hacia su propio hermano D. Carlos por haber informado a Isabel de Braganza del verdadero objetivo de sus salidas (se enfrenta al infante cuando quien está transgrediendo las normas es él) y, sobre todo, su humillante actitud hacia la reina (a quien trata de forma totalmente indiferente, hoy diríamos que rayando en el maltrato psicológico). Respecto a su crueldad, baste decir que de niño mataba pájaros por puro placer. Por otro lado, su proximidad a la gente vulgar, saltándose la rígida etiqueta de la Corte española, no deja de ser una transgresión de las normas imperantes, al igual que sus salidas de incógnito a tabernas y colmaos, acompañado de su camarilla de amigos, en busca de vino y mujeres10. A este respecto hemos de señalar aquí que mostrará una promiscuidad sexual llamativa a lo largo de su vida, reactiva quizá a la disfunción inicial que padeció durante su primer año de matrimonio. De hecho, su desmedida afición al sexo y sus hazañas eróticas en los prostíbulos más populares de Madrid eran ampliamente conocidas por el pueblo3.

El engaño, la mentira y la manipulación con objeto de conseguir un provecho personal (poder en este caso) es patente a lo largo de toda su vida: pide perdón a sus padres tras la conspiración de El Escorial pero luego se instala en el trono en cuanto puede; acepta sin rechistar los deseos de Napoleón y le muestra su apoyo para obtener un cómodo exilio; a la vuelta de Valençay, cuando aún no conoce bien la situación española, engaña a los liberales y afrancesados con una supuesta ausencia de represalias que en modo alguno se cumplirá; apoya una Constitución (que seis años antes había abolido y que ideológicamente no compartía) para mantener la Corona y un largo etcétera. No sólo eso, su deseo de venganza le induce a llevar a cabo una feroz represión hasta tal punto que los propios monarcas firmantes de la Santa Alianza y especialmente Luis XVIII se lo recriminaron.

Hay también una incapacidad para planificar el futuro, al mismo tiempo que un interés centrado mayormente en el corto plazo. Ello se refleja en las cartas que escribe solicitando el apoyo de Napoleón, sin prever que está dejando el destino del país en un árbitro ebrio de poder y tremendamente ambicioso, quien, al igual que ha cambiado ya fronteras y monarquías en Europa, puede hacer lo propio con España (como al final acabará sucediendo). Esta torpe planificación también podemos observarla en su imprudente viaje hasta Francia, cruzando la frontera por propia iniciativa con dirección a su propia prisión.

La falta de responsabilidad social, ausencia de remordimiento y de sentimiento de culpa y las relaciones emocionalmente superficiales son también claras. Fernando traiciona a sus colaboradores cuando le conviene. Delata a los implicados en la conspiración de El Escorial (incluido a su propio preceptor Escoiquiz) para salir indemne; declara nula la Constitución de 1812 y persigue a los liberales que habían luchado por él durante la Guerra de la Independencia; no hace nada por salvar al general Elío, uno de sus incondicionales, cuando es apresado al inaugurarse el Trienio Constitucional (es más, en este caso, justifica su apresamiento).

Asimismo, los mecanismos proyectivos o componente atribucional externo son constantes a lo largo de su vida. Es decir, achaca el origen y la responsabilidad de sus propios actos a terceros o, en otras palabras, «echa la culpa a los demás». De esta forma justifica sus cambios de parecer o queda como una víctima inocente cuando le interesa. Pongamos algunos ejemplos: cuando es descubierta la Conspiración de El Escorial culpa a sus colaboradores, quienes supuestamente eran los responsables y le habrían engañado; cuando deroga la Constitución de 1812 lo hace basándose en los deseos del pueblo, al igual que cuando la jura seis años después y, por último, cuando anula el decreto que derogaba la Pragmática Sanción, lo hace culpando a la enfermedad y a quienes le habían engañado al respecto (desterrando al propio ministro Calomarde).

Asimismo el cinismo y la hipocresía son patentes en sus escritos. Las cartas a Napoleón felicitándole por sus victorias, cuando le ha usurpado la Corona y le tiene prisionero, son un buen ejemplo, al igual que su discurso aceptando la Constitución de 1812.

El concepto que Fernando tiene de sí mismo es engreído, terco y arrogante. Es él quien toma las decisiones y gobierna, como le dice a su esposa Isabel cuando descubre sus correrías nocturnas. También, de acuerdo con este rasgo de su carácter, retiene en palacio a los ministros durante la sublevación absolutista de julio de 1822 contra el gobierno constitucional. Sin embargo, es capaz de tornarse cobarde y zalamero cuando las circunstancias se ponen en contra (nótese de nuevo aquí la relación que mantuvo con Napoleón, a quien entrega su propia Corona por miedo y a quién felicita en repetidas ocasiones). De hecho, se le ha definido como «un gran cobarde» que, incapaz de enfrentarse abiertamente, se sirvió siempre de subterfugios para conseguir sus fines. Fue su propia madre quien llegó a llamarle «marrajo cobarde»3.

Sin embargo, paralelamente, muestra labia y encanto superficial. De las pocas cosas positivas que se han escrito sobre el carácter de Fernando destacan su sencillez, simpatía y campechanería, con algún rasgo de sensibilidad, como el que le llevó a indultar a una mujer que había atentado contra él en julio de 181412. Asimismo, hemos de recordar que fue capaz de mantener en gran medida el apoyo de importantes sectores de la población, quienes le consideraban una persona jovial, sociable y popular, al tiempo que culpaban a sus ministros de los desastres del reinado.

Al margen del aspecto social, en sus relaciones íntimas también podía adoptar una actitud seductora. No sólo jaranero y amistoso, sino que igualmente podía mostrarse coqueto, enamoradizo y tierno con las mujeres3, lo que es patente en su correspondencia con María Amalia de Sajonia y María Cristina de Borbón.

Un rasgo también destacado en su carácter fue su desconfianza en los demás y su tendencia al disimulo12. Por ejemplo, enterado el Rey que el Secretario de Gracia y Justicia, Pedro Macanaz, había vendido algunos cargos públicos, acudió personalmente a casa del mismo, recogió cuantos papeles había en su escritorio y le arrestó2. Este rasgo no es típico de la personalidad antisocial, pero si tenemos en cuenta que Fernando ocupaba la cúspide del poder (con la permanente amenaza de posibles intrigas y pronunciamientos), su propia educación (rodeado de personas que podían contar todo lo que hacía a los reyes y a Godoy) y su actitud en el pasado frente a sus padres (curiosamente, utilizó el mismo procedimiento para coger «in fraganti» a Pedro Macanaz que el utilizado por su padre anteriormente para descubrirle a él), no sorprende en absoluto que la actitud paranoide fuera una constante en su vida, tuviera el tipo de personalidad que tuviera.

Otro dato importante es que los rasgos y manifestaciones del carácter de Fernando se fueron amortiguando a lo largo de su vida. Ello se refleja en que, si bien es verdad que en esos momentos le interesaba, su actitud se moderó en la última parte del reinado. Así, nombra ministros reformistas como Zea Bermúdez y promulga una amnistía para los liberales, entre otras medidas. Desde la psiquiatría, esta mejoría clínica se considera habitual en los trastornos de personalidad y, particularmente en el trastorno de personalidad antisocial, se produce un descenso en los comportamientos disruptivos.

Bueno, pues antes de realizar ningún diagnóstico, creo que hemos de tener en cuenta dos cuestiones. Por un lado, la escasa concreción del término «trastorno de personalidad» incluso hoy día y, por otro, que estamos aplicando criterios diagnósticos actuales a un rey que vivió hace 200 años. Por ello, y, a pesar de todos los datos expuestos, yo no me atrevería a diagnosticar al rey de «trastorno de personalidad» precisamente por el inmenso anacronismo que implicaría. Ahora bien, de lo que no cabe duda es de que los rasgos de personalidad de Fernando VII eran de corte disocial, psicopático o antisocial, como queramos llamarlos. Que lo encuadremos como manifestaciones acentuadas de una «personalidad normal», de un «desarrollo anormal de la personalidad» o de un «trastorno de personalidad» probablemente es lo de menos.

 

3. CONCLUSIONES

¿Era Fernando VII un enfermo mental? Evidentemente no. Una cosa es que las alteraciones del comportamiento de un sujeto deriven de una enfermedad y otra muy diferente que sean propias de la forma de ser, de la personalidad, de cada uno.

En el caso de la enfermedad mental nos encontramos ante los trastornos de conducta propios de un enfermo psicótico, sea un esquizofrénico, un maníaco o un deprimido, por poner los ejemplos más relevantes. El primero, inmerso en un mundo irreal, oye voces que no existen (que le ordenan, insultan o recriminan) y está firmemente convencido de que está siendo envenenado, perseguido o robado, entre otras cosas (es decir, delira). La tremenda angustia subsiguiente explica su probable agresividad y sus absurdos comportamientos. El maníaco, debido a un estado de euforia patológica, habla continuamente, gasta dinero a espuertas, está hiperactivo, sexualmente desinhibido, ansioso e irritable y se pone agresivo bien porque se le lleva la contraria o bien espontáneamente. Al deprimido le ocurre todo lo contrario: está triste y pasa todo el día en la cama, sin hacer nada. En cualquiera de los tres casos, la recaída de la enfermedad produce sufrimiento en el sujeto y está limitada temporalmente: tras el episodio de descompensación, el afectado vuelve a su comportamiento habitual (en el caso de la esquizofrenia con sus déficits permanentes).

Por el contrario, en la personalidad antisocial no existe en modo alguno desconexión con la realidad y el comportamiento del sujeto es voluntario y planificado, no provocándole sufrimiento ni tan siquiera remordimiento. A quien verdaderamente provoca sufrimiento es a los demás, a sus víctimas. Las alteraciones de conducta tampoco están limitadas temporalmente, son algo habitual desde prácticamente la infancia del individuo (aunque se moderen con el paso de los años y, sobre todo, a partir de los cuarenta). Es decir, el término trastorno de la personalidad se referiría a una persistente anomalía en el funcionamiento social y personal en personas a quienes no se les puede diagnosticar una enfermedad mental4.

Fernando es, por consiguiente, responsable de sus actos y de aquello que hizo y deshizo a lo largo de su vida, a pesar de haber sido fugazmente declarada su incapacidad mental por las Cortes en 1823, ante la negativa del monarca de trasladarse a Cádiz. Acorde con sus ideas y esperando como estaba a las tropas del duque de Angulema, la decisión es absolutamente coherente. Como era predecible, una vez que el rey hubo accedido al traslado y éste se llevó a cabo, le fue devuelta su «aptitud mental» para gobernar. Fue una de las incapacidades más cortas de la historia y claro reflejo de la manipulación de la enfermedad mental con fines políticos (circunstancia que ha sido utilizada por unos y otros).

Y, a pesar de que estas cuestiones no son objeto de la historiografía, se nos plantea la duda: ¿qué hubiera acontecido en aquella conflictiva época de transición con un monarca responsable, menos preocupado por sus propios intereses y más por su país?, ¿hubiera variado en algo nuestra historia? Para ello no hay respuesta. Ahora bien, se ha dicho, sin ánimo de juzgarle, que el reinado de Fernando VII fue nefasto para España6. En realidad, la transición a una monarquía constitucionalista acabó realizándose, pero fue a pesar del rey y no a favor del mismo. Probablemente con una persona hábil y conciliadora al frente, el país hubiera evolucionado más rápidamente y de forma mucho menos traumática hacia la contemporaneidad.

 

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