Informaciones Psiquiátricas - Tercer trimestre 2007. Número 189

Psicopatología de la adicción

 

Josep Solé Puig

Unidad de Patología Dual, Centro de Atención a Drogodependencias.
Benito Menni Centro Asistencial en Salud Mental. Sant Boi de Llobregat, Barcelona.

 

Recepción: 13-07-07 / Aceptación: 14-09-07

 

RESUMEN

La psicopatología de la adicción apunta, en esencia, al estado motivacional morboso causado por sustancias psicotropas (dependencias químicas) o com-por-tamientos (dependencias conductuales como ludopatía y otras). El núcleo fenomenológico de la adicción no es sensoperceptivo (psicosis), ni afectivo (trastornos del estado de ánimo), ni sustancialmente cognitivo: es volitivo. En adicciones, psicopatología y saber popular coinciden en lo que básicamente importa: el problema —y la solución— es la voluntad. Se reformulan aquí aspectos psicopatológicos clave como la motivación y la acción, la percepción y las necesidades humanas básicas, la intención y la evitación, el funcionamiento consciente y el implícito, o la solución de problemas y la clarificación. Se abordan nuevos conceptos psicopatológicos como inconsistencia motivacional, autocatálisis patógena o atractor/pauta de orden. La psicopatología de las adicciones permite identificar tres factores de cambio: activación de recursos, intervenciones específicas de trastorno y elaboración de conflictos. El conocimiento de esta psicopatología específica y novedosa permite la mejor aproximación posible al tratamiento de las adicciones.

 

Palabras clave

Psicopatología, adicción, motivación, volición.

 

MOTIVACIÓN Y ACCIÓN

Un campo poco conocido por los médicos y sin embargo bien asentado en psicopatología es el de las teorías sobre las expectativas y valoraciones que tienen los individuos y la relación con su comportamiento. En el contexto terapéutico es fácil ver tanto actos problemáticos que emanan con total voluntariedad de la persona que los genera, como también conductas de evitación, algunas de ellas no deseadas en absoluto, como es el caso de las generadas por sentimientos de angustia. Richard Lazarus, en 1991 sentó que las emociones resultan de la interacción entre dos procesos valorativos, la apreciación primaria y la secundaria. El proceso de apreciación primario valora las situaciones según lo que signifiquen para las motivaciones actuales, y el proceso de apreciación secundario valora hasta qué punto se estará a la altura de dichas situaciones y las emociones concernidas. La apreciación secundaria remite claramente a la autoeficacia en el sentido de Albert Bandura, es decir, a la confianza en sí mismo. Véase que estamos de lleno en el campo de la expectancia-valor, pues la apreciación primaria de R. Lazarus alude a la valoración y la apreciación secundaria a las expectativas.

En clínica está claro que valorarse, tener esperanza, sentirse motivado y confiado en sí mismo es el mejor contrapeso al déficit de autoestima, a sentirse desmotivado y a tener expectativas patógenas como el miedo al miedo, tan típico de las crisis de angustia y otros trastornos de ansiedad. Y esto vale tanto para comportamientos voluntarios como para los no deseados por patológicos. El valor que damos a las cosas correlaciona con lo motivados que estamos para alcanzarlas; la esperanza que ponemos en ello correlaciona también con la confianza que tengamos en conseguirlo. Volviendo a la ansiedad, cuanto más haya madurado la intención de un agorafóbico por superarse, más rendimiento le sacará a la terapia de exposición. Es más, en clínica vemos pacientes ansiosos que en un momento dado muestran tal determinación en el propósito de superar su miedo, que lo consiguen sin necesidad de someterse formalmente a dicha terapia; ellos mismos se autoayudan. Que la intención de curarse madure a propósito firme de no seguir evitando más es la conditio sine qua non para que una intervención terapéutica dé resultados en patología ansiosa. En las etapas en que las intenciones hacia la salud se concretan fatigosamente en propósitos es fácil que otras intenciones intrusivas interfieran —evitar afrontar, p. ej.— hasta el punto de interrumpir e incluso abortar la motivación positiva en ciernes.

Pero es en el campo de las adicciones donde más claramente se observa el núcleo fenomenológico tanto de la enfer-medad cuanto de la recuperación de la salud. Puede denominarse eje motivacional e incluye I) las necesidades humanas básicas, que nos mueven a satisfacerlas, ii) por tanto, las motivaciones respectivas, efectoras de la satisfacción de dichas necesidades, iii) la volición resultante, que a su vez incluye intenciones que maduran a propósitos y que finalmente devienen decisiones, y iv) la acción y su falta, esto es, también la no actuación u omisión. Un esquema conocido y siempre útil para la comprensión psicopatológica del fenómeno de la adicción es el triángulo de las tres S, sustancia, sujeto, situación, que se muestra en la figura 1.

Aunque en clínica sea indispensable identificar cada sustancia de abuso —es obvio que no es lo mismo ser adicto al té o al café que a otros psicoestimulantes como la nicotina o la cocaína, o a depresores centrales como alcohol y heroína—, en psicopatología el foco de la atención ha de recaer necesariamente en el sujeto y su entorno, muy especialmente en el primero de ambos. Así, y en aras de una comprensión verdaderamente psicopatológica de las adicciones, dentro del factor sujeto debe diferenciarse entre estado motivacional y personalidad. En esta línea, lo que caracteriza psicopatológicamente al fenómeno adictivo es lo que puede denominarse estado motivacional disociado y personalidad narcísica. En psicopatología es preferible dicho adjetivo al usual ‘narcisista’ por tres razones: precisamente por ser más inespecífico —va más allá del trastorno narcisista de la personalidad (DSM-IV-TR)—, por acercarse a la idea general de personalidad psicopática, y al mismo tiempo porque se logra conservar así la alusión a los rasgos de impulsividad y prepotencia que fenomenológicamente se atribuyen a un segmento poblacional considerado representativo de quienes sufren adicciones (figura 2).

Con estado motivacional disociado, en fin, se alude al forcejeo permanente entre la motivación por sanar, esto es, por «dejarlo» y cambiar, y la contramotivación, o sea «seguir» y no cambiar (el «más de lo mismo» de Watzlawick, 1966), también expresado como actitudes de consumo, de la calle u otras perífrasis, siendo la terminología más técnica y benévola la de ‘precontemplación’, introducida por Prochaska y DiClemente en 1988. Se hace así abstracción del factor sustancia o sustancias, lo que permite situar en el primer plano de la atención psicopatológica a los dos componentes del sujeto que van a determinar su esfuerzo por sanar y, eventualmente, por conseguir la abstinencia estable: la motivación del adicto, disociada por el conflicto entre consumo y abstinencia, y su personalidad, que aunque no tenga porqué recibir un diagnóstico concreto de trastorno de la misma —límite, narcisista, antisocial, etc.— sí que probablemente va a mostrar un perfil de rasgos y actitudes en el sentido de la desadaptación.

El entorno, además, también suele aparecer como factor de precipitación y perpetuación de la enfermedad adictiva. Sin embargo, en el vértice del triángulo de las dependencias sólo cabe ubicar al factor principal: la motivación. El campo volitivo del sujeto, parasitado por la adicción, muestra el tira y afloja entre seguir con el consumo y abandonarlo resistiéndose al mismo. La relevancia de la motivación es tal que constituye sin duda el principal objetivo de la psicopatología de la adicción. Por eso vale la pena profundizar en la fenomenología de la esfera motivacional. Desbrozados los obstáculos volitivos que puedan surgir ante el acarreador del trastorno adictivo y, por tanto, de un estado de disociación motivacional, será factible que entren en juego intenciones constructivas, propósitos personales y acciones sostenidas capaces de generar cambios de alcance en el sujeto.

La adicción es un trastorno persistente de la motivación

Todo psiquiatra, y quizá todo médico, debería conocer la psicopatología de la motivación y sus últimos desarrollos, que ocupan un lugar central en el ámbito cotidiano, sanitario e incluso humanista, tal como demuestra, p. ej., Jürgen Habermas y su filosofía de la acción. La motivación, por su importancia, debería entrar a formar parte del ámbito de trabajo de la metodología cognitivo-conductual y en general de todos los tratamientos psicosociales. Desde la perspectiva de la psicopatología de la motivación, la acción humana equivale a la praxis resultante de una secuencia motivacional previa, hecha de vagas intenciones al principio, resultantes a su vez del juego entre deseos y temores que el proceso de elección y decisión permite, que eventualmente va cobrando fuerza volitiva hasta perfilarse como propósito claro, y que finalmente aboca al acto/acción/actuación (u omisión) y a su valoración.

El filósofo mencionado contribuyó al trabajo de uno de los más destacados psicólogos alemanes del pasado siglo, Heckhausen, quien en la década de los «80 teorizó e investigó empíricamente lo que designó como «modelo del Rubicón». Alude a que, en los albores de nuestra era, Julio César acampó sus tropas más acá del río Rubicón, que le separaba de su camino hacia la lucha por hacerse con el poder en Roma. Cuando hubo disipa-do sus dudas y vacilaciones, cruzó el río, «pasó el Rubicón», en expresión desde entonces utilizada. Pasar el Rubicón, decidir después de dudar, conlleva por tanto una fase previa, reflexiva, en la que de-liberamos, sopesamos, es decir, ponderamos anhelos y temores en sus pros y contras, de forma que van originándose así determinadas intenciones que poco a poco adquieren fuerza volitiva hasta tomar cuerpo en propósitos y decisiones. Esta fuerza de voluntad, la intensidad volitiva, es el producto del grado de deseabilidad del objetivo perseguido y de su realizabilidad esperable. Cuanto más pesan ambos factores del producto, más robusta es la probabilidad de alcanzar la meta. Si ésta es muy deseable pero falta la confianza en uno mismo para conseguirla —es el caso de quien quiere superar una agorafobia, p. ej.—, entonces el psicopatólogo, en su praxis terapéutica, deberá alentar las expectativas de autoeficacia precisamente para aumentar el sentimiento de realizabilidad del propósito; la creciente fuerza de voluntad permitirá encarar entonces experiencias correctoras que sean exitosas, lo que a su vez alimentará las expectativas positivas y, por tanto, la autoconfianza; al final del proceso, el paciente habrá superado sus temores patológicos: habrá pasado su Rubicón. Es lo que, bastantes veces sin que el profesional sea muy consciente de ello, se hace a lo largo de un buen tratamiento médico o psicológico.

El tratamiento, por tanto, no sólo puede ayudar a que un paciente sienta una meta como más realizable. Esta perspectiva vivencial también le puede ayudar a que la sienta más claramente deseable. Son los casos en los que el paciente desea, en un ejemplo de adicción de masas, la salud y al mismo tiempo desea seguir fumando tabaco. Hay ahí intenciones contrapuestas que no permiten que se forme un propósito duradero en el tiempo como vector resultante. El psicopatólogo deberá plantear, en tales casos, una labor de clarificación motivacional: se trabaja más acá del Rubicón, tomándose conciencia de deseos y temores en conflicto en aras de elegir y decidir de la manera más clara posible, de abrigar intenciones lo más unívocas posible. De lo que se trata en general es, por lo tanto, de de-terminar en qué lugar de la secuencia motivación-acción se halla el paciente, es decir, si la atención psicopatológica y terapéutica debe dirigirse más acá o más allá del Rubicón. Si el paciente, en relación a los objetivos terapéuticos, baraja motivos contrapuestos e intenciones poco claras, entonces lo indicado es, ante todo, permanecer más acá, en el terreno de la reflexión. Pero en presencia de objetivos unívocamente deseados por el paciente y compartidos por el psicopatólogo, y en que lo que falla son las expectativas de llevarlos a cabo, entonces hay que moverse más allá del Rubicón, en el terreno de la acción. Lo normal es que los pacientes se nos presenten con problemas en ambas orillas del Rubicón, es decir, que no se aclaren o se aclaren poco en su motivación y que tengan carencias en la confianza en ellos mismos al emprender la acción. Por tanto, para la mayoría de enfermos será útil ayudarles tanto con la clarificación de lo que les mueve a actuar o se lo impide, o sea la clarificación motivacional, cuanto con la solución de los problemas que se topan cuando tratan de realizar sus propósitos.

Para unos será más importante trabajar bajo la perspectiva motivacional, y para otros bajo la perspectiva de dominar los problemas que surgen cuando se entra en acción. No serán pocos los que se beneficiarán del trabajo en doble perspectiva, según una primera fase más centrada en la reflexión y una segunda fase alrededor de la realización y la superación de obstáculos. El ideal integracionista es precisamente éste: el psicopatólogo eficiente debería ser capaz de atender con competencia técnica ambos tipos de dificultades. Debería aunar las capacidades deliberativas que nadie niega a psicodinámicos y humanistas y las capacidades resolutivas que han situado lo cognitivo-conductual como lugar de referencia en tratamiento psicosocial. En este sentido, el eclecticismo técnico por lo visto mayoritario no es suficiente: hay que lograr una base teórica integradora, y ésta sólo la puede ofrecer la psicopatología. De lo contrario, médicos y psicólogos continuarán instalados en el sesgo reduccionista de sus respectivos aprendizajes de escuela.

 

PSICOPATOLOGÍA Y NEUROIOLOGÍA

El funcionamiento mental proviene de la complejísima interacción excitatoria de grupos neurales. Grandes neurobiólogos actuales como Gerald Edelman así nos lo pretenden demostrar, y hoy día es imposible pensar en una teorización psicopatológica que no parta de dicha realidad y que no intente anclar sus explicaciones en la neurobiología, a pesar del carácter sin duda especulativo de tal empresa. En este sentido, se habla hoy día de conceptos tales como atractor —en el sentido de la dinámica de sistemas—, como posible sustrato neural —en el sentido de los grupos neuronales del mencionado Edelman— de lo que en psicología cognitiva se conoce como esquema. Se propone la existencia no sólo de esquemas cognitivos, sino también emocionales, motivacionales, relacionales y conductuales. Hablamos de esquemas gracias a nuestra capacidad de abstraer al límite los distintos fenómenos pertenecientes a los campos citados, hasta llegar a las pautas repetitivas, las invariantes, que caracterizan a las personas, tanto desde el punto de vista genérico —el discurso psiquiátrico— como de comprensión del individuo y, por tanto, psicopatológico. La apuesta de la psicopatología moderna es la de imaginar que allá en lo más profundo de constructos como atractor o esquema se vislumbran circuitos de neuronas en acción. Así, los esquemas que hay en la base de nuestras experiencias y nuestras conductas descansan en los atractores, es decir, aquellos grupos neuronales que alcanzan un predominio relativo sobre los demás hasta determinar el funcionamiento psíquico. Los distintos esquemas/atractores interaccionan espontáneamente entre sí ora excitándose ora inhibiéndose. Todo buen tratamiento consiste, precisamente, en saber ver este interjuego e intervenir de tal manera que resulten favorecidos los esquemas sanos, adaptativos, y obstaculizados los desadaptativos, patológicos. Digamos, en fin, que un importante referente de estos aspectos es la obra de William Powers, un ingeniero de sistemas, físico y astrónomo que aportó valiosas hipótesis de control de sistemas a la biología y psicología.

Hay que añadir que la investigación con modelos animales también intenta dilucidar el efecto motivacional imputable al síndrome de abstinencia, el ansia de consumir (craving) y la abstinencia protraída. George Koob, en alcoholismo, ha introducido el concepto de alostasis por el que el abuso de la sustancia psicotropa modifica los circuitos cerebrales de la recompensa tendiendo hacia un nuevo equilibrio que va más allá del de la homeostasis fisiológica. Se habla entonces de mecanismos neroquímicos específicos en circuitos cerebrales concretos e implicados en la recompensa y el estrés, y de que éstos van siendo objeto de desregulación a medida que evoluciona la dependencia. El sistema cerebral de recompensa implicado en modelos murinos de alcoholismo comprende elementos clave del córtex prefrontal, de la amígdala basolateral y del núcleo accúmbens. Múltiples neurotransmisores convergen en esta amígdala extendida, los cuales se desregulan al desarrollarse la adicción al alcohol. Son el ácido gamaaminobutírico, los péptidos opioides, el glutamato, la serotonina y la dopamina. A este sistema de recompensa se une el sistema del estrés, y ambos dan lugar al estado alostático que parece caracterizar al alcoholismo y demás adicciones. En este sentido, la dependencia altera las concentraciones del factor liberador de corticotropina y del neuropéptido Y, con lo que los mecanismos antiestrés quedan comprometidos. Son estos cambios en los sistemas de recompensa y de estrés los que parecen estar en la base de la estabilidad hedónica en un estado alostático, concebido como opuesto al homeostático y que lo rebasa. Son tales alteraciones las que parecen estar en la base de la vulnerabilidad y de las recaídas en los alcohólicos en recuperación y en general en los enfermos por trastornos adictivos.

El alostático es un modelo traslacional de animal a humano que pretende integrar la neuroadaptación producida por ingesta crónica de alcohol en todos los niveles de los sistemas motivacionales cerebrales: genético, molecular, celular y de proyecciones (neurocircuitos). En estado adictivo, tanto el individuo animal de un diseño experimental cuanto la persona humana enferma tienden a recaer y a presentar disfunciones corporales y conductuales: no logran controlar el consumo compulsivo y pierden, visiblemente, elementos del repertorio operativo y relacional. Además, el fenómeno de la abstinencia, si bien no es definitorio de la adicción —recuérdese que el meollo de la dependencia es la búsqueda y uso del objeto del que se depende, sea una o unas sustancias o bien una o unas conductas específicas (juego o internet, p. ej.)—, sí lo suele ser de la recaída. Así, la deprivación (abstinencia) suele conllevar disfunción fisiológica y afecto negativo. Pero son los aspectos emocionales de la abstinencia los que suelen demostrar ser determinantes en el ansia (craving) de consumir, puesto que los signos y síntomas físicos abstinenciales se sabe que no correlacionan muy intensamente con las recaídas. De hecho, los enfermos adictos inicialmente motivados admiten que pueden llegar a tole-rar el malestar físico de deprivación y en cambio reconocen mayor dificultad en resistir aspectos emocionales negativos durante el periodo de recuperación. La alostasis indica que la estabilidad acaba por tener que mantenerse fuera de los límites homeostáticos mediante variaciones del medio interno destinadas a que las demandas del entorno encajen. Y es así como los adictos siguen consumiendo sustancias para mantener su estado psicológico/afectivo dentro de límites percibidos como homeostáticos pero que no lo son. La alostasis alude entonces a un nuevo equilibrio más allá de la homeostasis previa pero que intenta remediarla. En relación al distrés por alcohol, ya se ha dicho que son dos los neuropéptidos implicados: el factor de liberación de la corticotropina, asociado a una mayor respuesta de estrés y a afecto negativo, y el neuropéptido Y, el cual muestra propiedades ansiolíticas. Hipótesis actuales defienden la idea de que es precisamente la desregulación de ambos sistemas neuropéptidos lo que está en la base motivacional de la búsqueda de sustancias como alcohol, lo cual equivale a decir que estaría en la base de la dependencia misma. Los incrementos en la actividad del factor de liberación de corticotropina contribuyen al estado afectivo negativo que tanto correlaciona con la abstinencia de alcohol u otras sustancias. Al mismo tiempo, el neuropéptido Y muestra un papel determinante en el efecto ansiolítico de un depresor central como es el alcohol. Según la investigación actual, sería éste uno de los componentes motivacionales básicos de la recibida.

Digamos, para terminar, que en los últimos estudios genéticos se sugiere la implicación de los genes encargados de codificar a cuantos elementos neuroquímicos interactúan en los circuitos cerebrales del estrés y de la recompensa y que están en la base de la vulnerabilidad a la adicción. También parecen haberse identificado las moléculas que intervienen como factores de transducción y transcripción en la desregulación de la recompensa que la dependencia induce. Los estudios de neuroimagen, por su parte, están revelando la existencia de neurocircuitos implicados en intoxicación aguda, dependencia crónica de sustancias y vulnerabilidad a la recaída. En el momento presente de la investigación científica, todo apunta a que las bases neurobiológicas de la motivación se hallan dañadas en el afectado, con un sistema cerebral de recompensa comprometido, un sistema de estrés sobreactivado y un córtex orbitofrontal y prefrontal funcionalmente alterado. Todavía no se dispone de marcador biológico alguno para los trastornos adictivos, pero en los datos neurobiológicos actuales parecen vislumbrarse desarrollos prometedores tanto desde la vertiente diagnóstica como terapéutica.

 

NECESIDADES HUMANAS BÁSICAS

Se debe a Abraham Maslow la lista más conocida de necesidades propias del ser humano. Como se sabe, su jerarquía de necesidades, que propuso hace más de sesenta años en «Una teoría de la motivación humana», suele ilustrarse (figura 3) como una pirámide consistente en cinco niveles, con las necesidades más primitivas en la base y otras necesidades gradualmente más sofisticadas en estratos superiores. La selección de estas necesidades no fisiológicas fue criticada por demasiado subjetiva. También es discutible el concepto que subyace a la jerarquía maslowiana, por el que las necesidades superiores nunca entran en juego sin que antes hayan sido completamente satisfechas las inferiores. Se ha criticado este concepto simplemente porque no siempre es así. La tercera crítica que recibió Maslow es que su teorización partió del ser humano en toda su plenitud —estudió a personas ejemplares de su tiempo, como Albert Einstein o Eleanor Roosevelt—, siendo por tanto algo ajena a la persona doliente. Sorprende la extrema rudeza con que llegó a expresarlo tardíamente, por ejemplo en un texto menor, de 1987 (Motivation and personality): «el estudio de especímenes cojos (crippled), achacosos (stunted), inmaduros y enfermos sólo puede ofrecer una psicología coja y una filosofía también coja».

La figura 3 ilustra la pirámide jerárquica de necesidades humanas básicas de Maslow, con cinco niveles y veintiocho ítems especificados.

La aportación de Maslow sigue siendo considerada clásica porque reconoce algo fundamental en la condición humana: el espíritu de superación. Y esto es algo que las personas en recuperación de su enfermedad adictiva eventualmente protagonizan. Cuando logran sumar días, meses y años de salud recuperada irradian bienestar e inspiración en quienes les rodean. En las primeras fases de la desintoxicación, suelen ser las necesidades fisiológicas de sueño y nutrición las que deben ser satisfechas. Recuérdese la denominada anemia del alcohólico, que no es más que déficit de hematíes y falta de hierro por la malabsorción intestinal y la desnutrición imputables a la gastroenteropatía enólica, que en mayor o menor grado siempre está ahí independientemente que exista o no afectación hepática; con abstinencia de alcohol y alimentación suele resolverse. Las siete necesidades de seguridad (corporal, de empleo, de recursos, de ética, de salud, de familia y de propiedad) en el segundo nivel también suelen hallarse escasamente satisfechas en la enfermedad adictiva y suelen requerir ayuda técnica. También las del tercer nivel, amorosas y de grupo primario de pertenencia (amistad, familia, intimidad sentimental y sexual), requieren ser afrontadas en el periodo de deshabituación y rehabilitación, así como las del cuarto nivel, de estima (autoestima, confianza, consecuciones y logros, respeto por/de los demás). El quinto nivel del diagrama maslowiano es el que popularizó hace décadas el concepto de autorrealización (moralidad, creatividad, espontaneidad, solución de problemas, falta de prejuicios y aceptación de los hechos), y es evidente que en la práctica habla de unas necesidades humanas que acaban siendo el gran propulsor motivacional de los adictos plenamente rehabilitados.

Otra fuente clave de la psicopatología de la adicción es Seymour Epstein y su visión de las necesidades básicas de los humanos. Es autor de un inventario de pensamiento constructivo, que pretende evaluar la llamada inteligencia experiencial, similar a la conocida como inteligencia emocional, y es también conocido por haber desarrollado un modelo de sí mismo (self) cognitivo-experiencial, debiéndose entender el segundo término del binomio como que engloba lo emocional y lo relacional. Es obvio, pues, el punto de partida integrador de Epstein, considerado práctico porque sólo tiene en cuenta cuatro necesidades humanas básicas:

–  La necesidad de control y orientación.

–  La necesidad de obtener placer y evitar displacer.

–  La necesidad de apego y vinculación.

–  La necesidad de aumentar y proteger la autoestima.

Obsérvese cómo en psicopatología es obligado relegar al segundo puesto el principio común a la teoría psicodinámica —hecha abstracción del instinto de muerte freudiano/kleiniano— y a la del aprendizaje: refuerzo positivo/refuerzo negativo suele correlacionar con placer/displacer. La psicopatología, al contrario del psicoanálisis, no se fundamenta en el pansexualismo como primado hedónico. La psicopatología alza como primera necesidad humana básica la necesidad de controlar y orientarse, y en este sentido conecta lejanamente con escuelas psicológicas de inspiración humanista y experiencial, cuyos contenidos hay que reconocer que se hallan muy presentes en bastantes terapias de apoyo y en no pocas psicoterapias en principio tenidas como cognitivas o psicodinámicas.

A partir de estas cuatro necesidades humanas básicas parece poder cubrirse la mayoría de las principales eventualidades que puedan surgir en el campo vivencial de los pacientes. Si en un momento dado hubiera que añadir una o más necesidades humanas básicas —p. ej. la necesidad de moverse o de jugar en los niños—, no por ello se resentiría la teoría. La psicopatología considera que los esquemas motivacionales se desarrollan para satisfacer y proteger las necesidades humanas, determinando los objetivos de la actividad psíquica. Para asegurar su buen funcionamiento estos procesos se regulan según el principio de coherencia o consistencia. Al respecto puede inferirse una inconsistencia externa, que es la no satisfacción de las necesidades por causa del entorno y que permite hablar de una psicopatología relacional, y una inconsistencia interna, que es su obstaculización por causas propias de la persona y que permite hablar de una psicopatología individual.

4 necesidades básicas de S. Epstein

1. De control y orientación.

2. De obtener placer y evitar displacer.

3. De apego y vinculación.

4. De aumentar y proteger la autoestima.

 

La motivación, como instancia efectora de la satisfacción de las necesidades, se vale de las funciones y capacidades que caracterizan al aparato psíquico: acción, cognición, emoción, relación... Su importancia es tal que algunas de ellas han sido adoptadas como eje conceptual de escuela psicológica: la cognición por la psicoterapia cognitiva, la acción por la psicoterapia conductual, la relación por las psicoterapias dinámicas e interpersonal, y el afecto por las psicoterapias humanistas y experienciales. Pero faltaba la percepción, y fue William Powers (1992) quien se erigió en valedor de la percepción como función mental axial, encrucijada sin la qual las demás no serían posibles —nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu— y que contribuye a explicar el ser humano como un todo en interacción con los demás y el medio ambiente —alopercepción— y también consigo mismo —autopercepción—. Siendo así que para la escuela conductual el comportamiento es lo nuclear, para la cognitiva lo es la cognición, y para la psicodinámica o la humanista lo es la esfera afectivo-relacional, para la psicopatología todos estos ámbitos clave han de ser considerados conjuntamente, pudiendo ser la percepción —pero no siempre ni exclusivamente— el hilo conductor. Al respecto, hay que conceder que en el día a día clínico se vuelve una y otra vez a cómo ve las cosas el paciente, y que en toda relación terapéutica es fundamental el modo en que ambos interlocutores se perciben mutuamente. Que la perspectiva fenomenológica del día a día destaque la percepción algo por encima del resto de funciones psíquicas es señal de que con ello se intenta privilegiar lo concreto-sensorial y lo neurobiológico por encima de lo metapsicológico. Sin que por ello quede relegada la inferencia abstracta, tan cara a la reflexión psicopatológica: el término insight resulta práctico porque significa a la vez introspección y mirar dentro de las cosas. A la función perceptiva no sólo la hacen posible los órganos de los sentidos, sino también la conciencia.

Como es sabido, esta percepción en sentido amplio es la apercepción de los filósofos, que a su vez no desdeña recientes desarrollos constructivistas: es a la vez recepción sensorial y construcción de realidad. La motivación como sistema efector de las necesidades humanas básicas se vale de cuantas funciones y capacidades posee el psiquismo, de las cuales sólo hemos mencionado algunas. Entre ellas, la auto y alopercepción hace las veces de un auténtico órgano de los sentidos de dicho sistema, lo que le confiere un primado fenomenológico quizá no suficientemente reconocido en la literatura, pero que destaca en la práctica clínica cotidiana. En la relación médico-enfermo, la auto y alopercepción correlaciona con la auto-relación del esquema siguiente, debido a David Orlinsky (1994) y que da idea de la complejidad de dicha díada. En esquema, el modelo genérico de Orlinsky identifica seis elementos fundamentales en toda relación paciente-terapeuta:

1.   El compromiso o contrato terapéutico: en el tratamiento, aspectos formales como el rol de paciente y terapeuta han de estar explícitamente claros de antemano.

2.   Las medidas terapéuticas: constituyen los aspectos técnicos e incluyen la presentación que da el paciente de sus problemas, su cooperación, y las in-ferencias e intervenciones del terapeuta.

3.   La relación terapéutica, es decir, el aspecto relacional.

4.   El aspecto intrapersonal: cómo se relaciona el paciente consigo mismo durante la terapia (autopercepción, autorrelacionalidad, self-relatedness). El terapeuta debiera autopercibirse más, por supuesto: su obligación profesional es alcanzar la mayor autorrelacionalidad posible.

5.   El aspecto clínico, o sea los efectos más inmediatos del tratamiento: comprensión e introspección, catarsis, sensación de mejoría o de dificultad, etc., por parte del paciente, y también lo experimentado por el terapeuta, como su mayor o menor satisfacción profesional, su cercanía o distanciamiento emocional, etc.

6.   El aspecto temporal: una relación médico-enfermo suele ser un proceso secuencial en las consultas, e incluye interacciones y acontecimientos de significación subjetiva, tanto para el paciente como para el terapeuta.

El encuentro clínico entre el terapeuta y el enfermo portador de trastornos adictivos se caracteriza por una complejidad que el esquema de Orlinsky intenta reflejar (figura 4). La sociedad, con su cultura y sus subculturas, sus valores y contravalores, sus instituciones y sus grupos marginales, es el marco de dicho encuentro. Factores como los distintos interlocutores de la red social del paciente, su adaptabilidad, el compromiso terapéutico que pueda desarrollar, la calidad y cantidad de las intervenciones y habilidades del equipo terapéutico, sus actitudes de eficacia y profesionalidad, por no hablar de cómo se adapta el paciente al sistema asistencial y a la vida cotidiana y, en fin, los resultados a largo plazo, son sólo algunos elementos clave de un proceso todo menos que fácil.

Las cuatro necesidades humanas básicas de Seymour Epstein —necesidad de control y orientación, necesidad de obtener placer y evitar displacer, necesidad de apego y vinculación, y necesidad de aumentar y proteger la autoestima— cubren, pues, prácticamente todas las posibilidades que puedan surgir en el día a día de los pacientes. Si los esquemas motivacionales están ahí para se satisfagan y se protejan las necesidades humanas, entonces los objetivos de la actividad psíquica hallan su determinación, en última instancia, en una o varias de las necesidades postuladas. Los trastornos adictivos no cancelan el primado de las necesidades humanas básicas y de la motivación como su dispositivo efector. Más bien parasitan su funcionamiento, a costa, claro está, del hospedante. Surge así una simbiosis asimétrica, por la cual se conserva el sistema de necesidades y motivaciones propias de la condición humana, pero con un novum añadido, sumado a la persona —es lo que significa adicto. Resulta a la vez extraño y está también literalmente incorporado al individuo, según un equilibrio interno equivalente y al mismo tiempo diferenciado, con la cualidad neurobiológica de ser quasi-homeostático y al mismo tiempo describible como alostático, pero que sobre todo alude a la a veces trágica indisolubilidad adicto-sustancia. Por tanto, es evidente que los procesos del sistema necesidades-motivación también se regulan según el principio de coherencia o consistencia en personas con trastornos adictivos. También aquí, la inconsistencia externa provendrá de la no satisfacción de las necesidades en relación al entorno, y la inconsistencia interna por los obstáculos y barreras que la persona afectada pueda interponer. Lo que también está claro es que quien acarrea dependencias de sustancias o de conductas adictivas aqueja una intensa y extensa psicopatología relacional e individual, con sufrimiento del sujeto y de quienes le rodean.

 

LA NEGACIÓN Y LO IMPLÍCITO

Siempre en términos de psicopatología actual, la principal fuente de inconsistencia interna son los esquemas motivacionales de evitación. Surgen como protección ante la amenaza de que las necesidades humanas básicas resulten lesionadas. Cuanto más haya podido ser vulnerado un individuo en estas necesidades, tanto más dirigirá su campo vivencial al objetivo de blindarse y evitar nuevas lesiones. Si, p. ej., la necesidad de apego resulta lesionada, suele desarrollarse un estilo evitativo de vinculación. Entonces situaciones relevantes para dicha necesidad activan al mismo tiempo esquemas de aproximación débilmente desarrollados, o sea conatos intencionales, y esquemas de evitación fuertemente desarrollados. Éstos inhiben a los primeros, y como resultado se bloquean las experiencias destinadas a satisfacer la necesidad de vincularse. Este tipo de necesidades quedan permanentemente activadas precisamente por no satisfacerse nunca. Las tendencias contrapuestas de aproximación y evitación quedan trabadas en un esquema de activación/excitación neuronal persistente, que se autoperpetúa: es el conflicto. Su activación es fuente de inconsistencia psíquica y constituye otro ejemplo de la asimilación de conceptos neurobiológicos que la psicopatología moderna debe proponer.

Los esquemas de evitación (co)determinan los comportamientos y las cogniciones. De las que son evitadas no suele tenerse conciencia, ya que, tal como parece haber demostrado la investigación de las disonancias cognitivas, la conciencia tolera poco la inconsistencia. Contenidos poco consistentes con lo que ya hay en la conciencia no tienen acceso a ella: el ejemplo llamativo es la negación, tan ubicua entre los seres humanos. Por ello si hay intensa evitación, de sus objetivos tampoco se suele tener conciencia: de lo contrario, al evitar se tendría conciencia de lo que se evita. Por consiguiente, suele ocurrir que las personas no sean conscientes de elementos importantes que las determinan. Es en este punto donde la psicopatología actual pueda quizá integrar la palabra «maldita» represión, entendida entonces como prohibida-la-entrada a la conciencia. Y es que, en puridad, la Verdrängung freudiana es uno de los mecanismos más importantes de aseguramiento de la consistencia psíquica. Después de todo, el propio padre del psicoanálisis intercambiaba a voluntad términos que hizo más o menos sinónimos, como represión (Verdrängung), evitación (Vermeidung), negación (Verneigung) y repudiación (Verleugnung). En psicopatología no se suele hablar de inconsciente porque ser consciente de algo no alude a una localización, sino a un modo de funcionamiento psíquico, y entonces la metáfora tópica está fuera de lugar, literalmente. Los contenidos psíquicos que evitamos suelen permanecer activos en la memoria implícita, inaccesibles al control consciente y voluntario. El juego entre lo consciente y lo implícito adquiere, en la actual psicopatología, un rango importante en la explicación del conflicto humano, sin que en ningún momento se nos antoje sobredimensionado, tal como a veces el juego del consciente y el inconsciente podría parecerlo en manos de autores única y exclusivamente psicodinámicos. La negación de ser adicto a sustancias psicotropas o a ciertas conductas suele ser consubstancial a la enfermedad adictiva. El grado con que el sujeto afectado niega su dependencia suele correlacionar de forma inversa con la fuerza volitiva con que encara la recuperación, todavía poco robusta en las primeras fases de la mísma. De ahí que en trastornos adictivos se acumulen las recaídas durante los primeros meses de la deshabituación y a lo largo del primer año de rehabilitación.

Durante la vigilia hay dos modos de funcionamiento psíquico, el consciente y el implícito. Hoy día se considera que no tenemos consciencia de la mayoría de procesos mentales, automatismos destinados a mantener la homeostasis. La pregunta que precisamente se ponen hoy día los investigadores es porqué y cómo una minoría de contenidos mentales pueden acceder a la consciencia, y no al revés, que es lo que ha preocupado tradicionalmente al psicoanálisis. Implícito, por tanto, quiere decir no consciente, aludiendo al mismo tiempo a la memoria implícita, un tipo de rendimiento mnésico del que no nos damos cuenta y que la investigación empírica ha demostrado que es potente y a la vez resistente al deterioro cognitivo. Estos hechos —memoria implícita, memoria declarativa o conceptual, etc.— están disponibles en cualquier manual sobre psicología de la memoria. Lo importante es retener que sólo podemos ser conscientes de los contenidos de la memoria conceptual y no de la memoria implícita. En ésta es donde se almacenan nuestras pautas de reacción emocional, nuestra expresividad no verbal. La mayoría de síntomas psicopatológicos se guarda en la memoria implícita. Lo cual determina que los síntomas y otros contenidos implícitos de la memoria sean poco accesibles desde la consciencia abstracta y que pueda ser difícil evocarlos o dirigirlos voluntariamente. Su activación requiere, pues, vivencias concretas: la interlocución «concienzadora» propia de la relación terapeuta-paciente y las experiencias correctoras, principalmente. Para que procesos de los que no se tenga consciencia pasen del funcionamiento implícito al consciente ha de haber una activación mental-cerebral previa de abajo arriba, de lo vivido a lo pensado, que es lo que permite poner bajo el foco de la atención consciente a dichos procesos. Se les liga así a una nueva pauta de excitación neural dotada de la cualidad de lo consciente. A medida que se repita, se amplíe y se diversifique esta nueva pauta mental, aumentará la facilitación neuronal que la hace posible, estabilizándose en el repertorio de conductas. Con ello se habrá logrado que procesos de los que antes se carecía de consciencia pasen al control consciente. Si antes se había evitado activamente tener consciencia de dichos procesos, es decir, si antes el sujeto se había negado a tomar consciencia de ellos, para el logro de la plena vivencia de concienciación el afectado habrá tenido que superar sus propias barreras.

 

INCONSISTENCIA MOTIVACIONAL Y AUTOCATÁLISIS PATÓGENA

La evitación que forma parte del conflicto conduce a la disonancia entre contenidos implícitos y conscientes. El funcionamiento mental ya no va entonces unívocamente dirigido a satisfacer necesidades humanas básicas. Los sustratos neurales en conflicto, es decir, la activación de ambos en presencia de inhibición recíproca, da lugar a tensión por la inconsistencia generada. Como ninguna de las pautas de excitación neuronal predomina claramente, se llega a un estado fluctuante entre tendencias contrapuestas de la actividad psíquica, a un elevado nivel de tensión mental. Y en términos de dinámica de sistemas, esto aboca al mecanismo de autocatálisis propio de las fluctuaciones y por el cual salen reforzadas nuevas pautas de orden en un sistema dado. Éstas, a diferencia de las que están en la base de las motivaciones, no se dirigen a satisfacer necesidades, sino al mal menor de reducir la tensión por inconsistencia. Emergen así las pautas de orden patógenas, o sea las pautas de excitación neural que están en la base de los síntomas psicopatológicos. Son pautas mentales/neuronales de un nuevo orden, es decir, cualitativamente diferentes de las anteriores que las originaron y que bien pueden ser conceptualizadas como atractores de trastorno. Los trastornos mentales se desencadenan, en esta línea de pensamiento, por interacciones motivacionales contrapuestas que generan alta inconsistencia. No llegan a determinar el tipo de trastorno que surgirá, que más bien depende de la predisposición genética y lo epigenéticamente adquirido, condicionado por las diversas situaciones. De ahí que personas con conflictos motivacionales parecidos lleguen a desarrollar trastornos mentales bien diferentes, y que haya quien es a priori vulnerable por diátesis genética y evolución epigenética pero se libra de sufrir trastornos gracias a la protección que le brindan sus esquemas intencionales, con robustez suficiente para llevarle a la satisfacción de sus necesidades.

Decíamos que para la dinámica de sistemas, mediante autocatálisis de fluctuaciones las nuevas pautas de orden que resultan reforzadas se convierten en atractores capaces de esclavizar —éste es el término que se emplea— cuantos eventos neuroexcitatorios caigan en su órbita. P. ej., si el ataque de pánico es un atractor de trastorno, una expectativa relacionada con él —pensar en la posibilidad de que sobrevenga el ataque— queda atrapada de tal modo que llega a desencadenar por sí misma el ataque de pánico. El trastorno, como atractor o pauta de orden, se ha hecho funcionalmente autónomo. Obsérvese que el núcleo conceptual de la autocatálisis es, para la psicopatología, el siguiente: que el trastorno ha acabado siendo independiente de los condicionantes originarios. En su existencia ya no depende ahora, necesariamente, de que haya fuerte tensión por determinada conflictiva motivacional de origen. El trastorno mental ha adquirido así una dinámica propia, específica para cada entidad diagnóstica. Ejemplo relacionado con el anterior es la agorafobia, que como atractor de trastorno muestra sus componentes: conducta de evitación, aprensión ansiosa, expectancia catastrofista, insuficiente autoeficacia o sensibilización a indicadores fisiológicos. Estos componentes se han convertido en parámetros funcionalmente independientes capaces de activar, mediante una cascada retroactiva positiva, el atractor en su totalidad. Son ahora estos parámetros los que controlan el atractor de trastorno, y ya no el parámetro inicial, es decir, la tensión por inconsistencia motivacional.

Son estos parámetros específicos de cada trastorno las vías por las que habrá que abordar terapéuticamente la sintomatología. Para la psicopatología sólo podrá vislumbrarse algún resultado en la medida en que surja la posibilidad de desestabilizar el atractor de trastorno, la pauta de orden sindrómica. En buena reflexión fenomenológica lo que vale es lo siguiente: si (y sólo si) la tensión motivacional ya es residual o inexistente, son los diversos parámetros que componen y controlan el atractor los que han de ser terapéuticamente abordados, es decir, tiene que concentrarse todo el esfuerzo terapéutico en que queden interferidas las condiciones de persistencia que mantienen la dinámica propia del trastorno. Ahí está el fundamento psicopatológico que avala tratar cada trastorno según una metodología específica. Descendiendo a la arena de la psicoterapia, hay que reconocer que quienes han avanzado más en este campo de la indicación específica son los autores de orientación cognitivo-conductual, no los de procedencia psicodinámica o experiencial. A los manuales de los primeros, por tanto, quizá haya que recurrir para abordar, de una forma técnicamente diferenciada, los distintos trastornos; los parámetros condicionantes de la sintomatología terminan por funcionar independientemente de los parámetros motivacionales. De las ideas de los segundos habrá de venir la inspiración necesaria para tratar el intrincado ovillo de los conflictos motivacionales que vemos en la clínica —y en la condición humana.

 

COROLARIO PSICOPATOLÓGICO

Es evidente que una persona que padece un trastorno puede albergar inconsistencias y tensiones motivacionales capaces de erigirse en la condición de persistencia del trastorno. En términos de la psicopatología moderna diremos que junto a los parámetros específicos del trastorno que acabamos de ver, tenemos también los parámetros motivacionales individuales. Ambos grupos de parámetros condicionan y controlan el trastorno como atractor. En estos casos el psicopatólogo pretenderá desestabilizar ambos tipos de parámetros. Optará por un método general de abordar terapéuticamente los conflictos mo-tivacionales, en aras de disminuir la inconsistencia volitiva por ellos generada. Querrá, en suma, favorecer los vectores intencionales y neutralizar el efecto de bloqueo proveniente de la evitación disfuncional. Ante el paciente que no tiene o no parece tener consciencia de albergar un esquema de evitación que le está bloqueando, debe intentarse clarificar estos aspectos. El objetivo es que el paciente se dé cuenta, es decir, se vuelva consciente de lo que está negando o evitando. Cuando el paciente ya es consciente de los esquemas de evitación que le obstaculizan la satisfacción de sus necesidades, entonces hay que trasladar el peso de la intervención terapéutica a la solución de los problemas. Con tal tipo de realizaciones concretas también se estarán facilitando las asociaciones mentales-neuronales que favorecen lo intencional, lo propositivo, y se estará inhibiendo el componente de evitación que hay en los conflictos.

En psicopatología, el nivel de inconsistencia de la actividad psíquica es el criterio de evaluación más importante. Ante un trastorno específico sin indicios de elevada inconsistencia en la actividad mental, tiene buen pronóstico tratar los síntomas. Es el caso, por ejemplo, de una dependencia de alcohol grave pero relativamente breve, menos de cinco años, y de aparición tardía, en la edad media de la vida. Entonces probablemente bastará la desintoxicación (farmacoterapia) y la deshabituación (seguimiento con medicación y consejo médico) para estabilizar al paciente. Si en cambio hay indicios de un campo motivacional inconsistente, además de lo anterior habrá de abordarse la conflictiva psicosocial mediante intervenciones clarificadoras y resolutivas de problemas que, lejos de estar contraindicadas para el trastorno, pueden favorecer globalmente el bienestar del paciente por medio de una mejor satisfacción de sus necesidades y, en defintiva, contribuir a la mejoría clínica. Es el caso del tratamiento de la mayoría de trastornos adictivos graves asistidos en los dispositivos ambulatorios y hospitalarios especializados, en los que es obligada la intervención de médicos, psicólogos, trabajadores sociales, enfermeros, educadores y monitores.

En la perspectiva psicopatológica, la presencia de comorbilidad siempre debería hacer pensar en la posibilidad de inconsistencia motivacional en el afectado. Y viceversa, esta tensión motivacional puede devenir terreno abonado para que surjan trastornos comórbidos. Los trastornos concurrentes funcionan como constraints, término inglés que en la literatura especializada puede aludir a condiciones de existencia de uno o sucesivos trastornos. En esta sentido se entiende que la presencia de trastornos ansiosos predisponga hacia la aparición de tras-tornos depresivos y que el distrés emocional sea quizá el principal factor de riesgo de recaída en dependencia de sustancias. La aparición de cada nuevo trastorno obedece a que el sistema pretende reducir un nivel de tensión excesivo. Es un tipo de patogenia que puede sintetizarse así: se produce un refuerzo diferencial de una nueva pauta de orden, de un nuevo atractor —el síntoma, el síndrome— que funciona como válvula de escape de la tensión acumulada por excesiva inconsistencia motivacional. Se resuelve entonces el exceso de tensión a corto plazo, pero no constituye una buena solución a largo plazo porque en el sistema surgen y proli-feran síntomas y síndromes parcial o totalmente reactivos a dicha patogenia. Se genera así una auténtica espiral de comorbilidad psicopatológica, en cuya presencia siempre hay que poner atención a indicadores de un posible estado motivacional inconsistente. Si se concluye que sí existe dicho estado, entonces la comprensión psicopatológica de la tensión motivacional será tan necesaria como el tratamiento específico de cada síntoma o síndrome y de cada trastorno.

El postulado que se infiere de todo lo expuesto es el siguiente: la comprensión fenomenológica del estado en que se halla la motivación del paciente es útil para que éste pueda recobrar un mínimo de consistencia funcional, para que pueda vivir más en consonancia con sus necesidades. Esta vía regia del discurso psicopatológico actual se trifurca así:

1.  Permite la activación y el refuerzo de los recursos preexistentes, esto es, promueve la facilitación de esquemas intencionales adaptativos en el afectado.

2.  Contribuye a la reducción de la inconsistencia por desestabilización de los atractores de trastorno; recuérdese que éstos han desencadenado una dinámica propia por haberse lesionado una o más necesidades humanas básicas. Desestabilizar el trastorno quiere decir dejar libre el camino para que lo que determine el funcionamiento mental sean los esquemas intencionales ligados a las necesidades, y no el blindaje evitacional de las necesidades vulneradas.

3. Contribuye a la reducción de la inconsistencia por inhibición de lo evitacional y facilitación simultánea de lo intencional; recuérdese que ambos componentes constituyen, en esquema, el conflicto nuclear de la esfera volitivo-motivacional. Por esta vía se puede llegar a satisfacer mejor las necesidades humanas básicas.

Por lo tanto, el análisis fenomenológico de la motivación que se acaba de efectuar ofrece un triple acceso al paciente, que a términos clínicos usuales puede traducirse así:

1.  Activación de recursos: los esquemas intencionales preexistentes, es decir, los recursos del paciente, deben ser activados con la mayor intensidad y frecuencia posible, para favorecer su influencia en el funcionamiento mental —esto es lo significa el término facilitación. En la figura 5 es lo ilustrado en su tercio superior.

2.  Intervenciones específicas en cada trastorno: de lo que se trata es de debilitar las pautas de orden problemáticas que hay en el funcionamiento psíquico del paciente. Lo que podemos abordar de dos maneras: comenzando por los atractores de trastorno o por los esquemas de evitación. Puede disminuirse la influencia de dichos atractores sobre el funcionamiento mental modificando los parámetros que controlan específicamente los trastornos, es decir, mediante intervenciones terapéuticas específicas para cada trastorno. Es lo que ilustra el tercio medio de la figura 5.

3.  Elaboración de conflictos: Las otras pautas de orden problemáticas son esquemas de evitación disfuncionales. Ocupan el campo motivacional del individuo y contribuyen a funcionar como parámetros que controlan también la sintomatología. Puede debilitarse su influjo mediante intervenciones terapéuticas de tipo solución de problemas y/o clarificación. Ilustrado en el tercio inferior de la figura 5.

En la figura 5 se esquematizan estos aspectos. Así, un paciente en recuperación de sus trastornos adictivos que se muestra colaborador y suficientemente activo recibe intervenciones médicas, psicológicas y de trabajo social que tienden a su mejoría. Tanto las experiencias del enfermo, algunas con valor autocorrector, cuanto los propios intentos de solucionar problemas contribuyen a la reducción de síntomas, y así lo logran también las intervenciones técnicas, que deben acompañarse siempre de un discurso clarificador. Los parámetros de los distintos trastornos —dependencia, trastornos comórbidos inducidos y primarios (patología dual)— se modifican hacia la salud. Finalmente, en la base se libra el conflicto volitivo nuclear en trastornos adictivos: los componentes intencionales en insidioso forcejeo con los evitativos. Un ejemplo diáfano: la intención positiva de seguir esforzándose por continuar abstinente versus la evitación disfuncional de las responsabilidades personales. Los vectores inhibidores de las inercias desadaptativas y los activadores de las fuerzas adaptativas redundarán en que la rehabilitación del paciente se mantenga de forma es-table.

El análisis fenomenológico indica que los mejores resultados terapéuticos se lograrán activando simultáneamente los tres componentes más arriba mencionados, esto es, la activación de los propios recursos del paciente, las intervenciones técnicas específicas para cada problema, y la elaboración del conflicto motivacional. También puede reformularse —esta vez según un modelo bimembre— como que lo más eficaz en el tratamiento es combinar sinérgicamente intervenciones activadoras de recursos y elaboradoras de problemas. Obsérvese la importancia que para el psicopatólogo tiene la activación de los recursos preexistentes en cada enfermo y también cómo el análisis fenomenológico aglutina en uno solo los conceptos de elaboración de conflictos y solución de problemas; en él también está implícito el de actualización de problemas. Cuanto más se activen los esquemas intencionales del paciente, menor será su influencia en las pautas de orden problemáticas. Cuanta menor influencia tengan los atractores de trastorno y de evitación, tanto mayor espacio habrá para el desarrollo de esquemas intencionales positivos, es decir, para que se produzcan, con eficacia progresiva, intentos de satisfacer las necesidades básicas propias de todo ser humano.

Puede decirse, por último, que a partir de postulados y conocimientos extraídos de la psiquiatría y la psicología, la psicopatología actual propone el uso sinérgico de la solución de problemas y la clarificación, del abordaje específico de los trastornos y la elaboración de los conflictos individuales. Desde la psicopatología, la separación de orientaciones todavía imperante en algunos entornos ya no se sostiene. Los conocimientos actuales de proveniencia empírica son también una razón aplastante para adoptar un monismo psicopatológico avalado por la investigación en psiquiatría, psicología y neurociencias. A la vista del creciente interés por integrar las escuelas y tradiciones psicológicas —cognitiva, conductual, experiencial, psicodinámica, multicultural, etc.— puede decirse que la aproximación de posturas ya empieza a ser un hecho. Cuando las personas acercan posturas ocurre a veces que surge una realidad nueva: es la psicopatología moderna, que renace con rasgos propios y al mismo tiempo ilustra sobre quienes la han generado. Y entre ellos sigue destacando con luz propia Karl Jaspers, quien con su Psicopatología General de 1913 nos legó los conocimientos y la inspiración que siguen haciendo posible el análisis fenomenológico de los trastornos mentales en general y de los trastornos adictivos en particular. Jaspers publicó esta piedra miliar de la psicopatología a los treinta años de edad, para su habilitación como profesor universitario. Sus epígonos, enanos a hombros del gigante, están llamados a trazar nuevos caminos para comprender nuevas realidades.

 

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